miércoles, 28 de febrero de 2024

AUDIENCIA PAPA FRANCISCO

Hay el Papa Francisco no habla y nos recuerda dos vicios capitales: envidia y vanagloria. Ni que decir tiene que todos, al menos yo me confieso , hemos padecido alguna vez esas tentaciones de envidia y vanagloria. Quizás lo mejor y lo que debemos pedir es esa envidia sana que, sin odiar, anhelemos ser como el bueno de Adán y alejarnos de los sentimientos de Caín. Tratemos también de buscar siempre la humildad y no el centro. Aspirar siempre a servir y no a ser servido, a ser comunidad y no centro.




PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 28 de febrero de 2024

[Multimedia]

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]

Catequesis. Vicios y virtudes. 8. La envidia y la vanagloria.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy examinaremos dos vicios capitales que encontramos en los grandes catálogos que nos ha legado la tradición espiritual: la envidia y la vanagloria.

Comencemos por la envidia. En la Sagrada Escritura (cfr. Gen 4) se nos presenta como uno de los vicios más antiguos: el odio de Caín hacia Abel se desata cuando se da cuenta de que los sacrificios del hermano agradan a Dios. Caín era el primogénito de Adán y Eva, se había llevado la parte más considerable de la herencia paterna; sin embargo, es suficiente que Abel, el hermano menor, tenga éxito en una pequeña iniciativa, para que Caín se torne sombrío. El rostro del envidioso es siempre triste: mantiene baja la mirada, parece estar constantemente examinando el suelo, pero en realidad no ve nada, porque su mente está envuelta en pensamientos llenos de maldad. La envidia, si no se controla, conduce al odio del otro. Abel morirá a manos de Caín, que no pudo soportar la felicidad de su hermano.

La envidia es un mal estudiado no sólo en el ámbito cristiano: ha atraído la atención de filósofos y sabios de todas las culturas. En su base hay una relación de odio y amor: uno quiere el mal del otro, pero en secreto desea ser como él. El otro es la manifestación de lo que nos gustaría ser, y que en realidad no somos. Su suerte nos parece una injusticia: ¡seguramente -pensamos- nosotros nos merecemos mucho más sus éxitos o su buena suerte!

En la raíz de este vicio está una falsa idea de Dios: no se acepta que Dios tenga sus propias "matemáticas", distintas de las nuestras. Por ejemplo, en la parábola de Jesús acerca de los obreros llamados por el amo para ir a la viña a distintas horas del día, los de la primera hora creen que tienen derecho a un salario más alto que los que llegaron los últimos; pero el amo les da a todos la misma paga, y dice: «¿No tengo derecho a disponer de mis bienes como me parece? ¿O es que mi generosidad va a provocar tu envidia?» (Mt 20,15). Quisiéramos imponer a Dios nuestra lógica egoísta, pero la lógica de Dios es el amor. Los bienes que Él nos da están destinados a ser compartidos. Por eso San Pablo exhorta a los cristianos: «Ámense cordialmente unos a otros; que cada cual estime a los otros más que a sí mismo» (Rm 12,10). ¡He aquí el remedio contra la envidia!

Y llegamos al segundo vicio que examinamos hoy: la vanagloria. Ésta va de la mano con el demonio de la envidia, y juntos estos dos vicios son característicos de una persona que aspira a ser el centro del mundo, libre de explotar todo y a todos, el objeto de toda alabanza y amor. La vanagloria es una autoestima inflada y sin fundamentos. El vanaglorioso posee un "yo" dominante: carece de empatía y no se da cuenta de que hay otras personas en el mundo además de él. Sus relaciones son siempre instrumentales, marcadas por la prepotencia hacia el otro. Su persona, sus logros, sus éxitos, deben ser mostrados a todo el mundo: es un perpetuo mendigo de atención. Y si a veces no se reconocen sus cualidades, se enfada ferozmente. Los demás son injustos, no comprenden, no están a la altura. En sus escritos, Evagrio Póntico describe el amargo asunto de algún monje afectado por la vanagloria. Sucede que, tras sus primeros éxitos en la vida espiritual, siente que ya ha llegado a la meta, y por eso se lanza al mundo para recibir sus alabanzas. Pero no se apercibe de que sólo está al principio del camino espiritual, y de que lo acecha una tentación que pronto le hará caer.

Para curar al vanidoso, los maestros espirituales no sugieren muchos remedios. Porque, después de todo, el mal de la vanidad tiene su remedio en sí mismo: las alabanzas que el vanidoso esperaba cosechar en el mundo pronto se volverán contra él. Y ¡cuántas personas, engañadas por una falsa imagen de sí mismas, cayeron más tarde en pecados de los que pronto se avergonzarían!

La instrucción más hermosa para superar la vanagloria se encuentra en el testimonio de San Pablo. El Apóstol se enfrentó siempre a un defecto que nunca pudo superar. Tres veces pidió al Señor que le librara de aquel tormento, pero al final Jesús le respondió: «Te basta mi gracia; mi fuerza se realiza en la debilidad». Desde ese día, Pablo fue liberado. Y su conclusión debería ser también la nuestra: «Así que muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo» (2 Cor 12,9). 
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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Nos vendría bien en esta Cuaresma meditar con frecuencia las “Letanías de la humildad” del cardenal Merry del Val, para combatir los vicios que nos alejan de la vida en Cristo. Que Dios los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído en español

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy examinamos la envidia y la vanagloria, dos vicios capitales propios de las personas que buscan ser el centro del mundo y de todos los elogios.

La envidia aparece ya desde las primeras páginas de la Biblia. Cuando leemos el relato de Caín y Abel vemos que, movido por la envidia, Caín llegó incluso a matar a su hermano menor. El envidioso busca el mal del otro, no sólo por odio, sino que en realidad desearía ser como él. En la base de este vicio está la idea falsa de que Dios debe actuar según la lógica mundana, sin embargo, la lógica divina es el amor y la gratuidad. 

La vanagloria, por su parte, se manifiesta como una autoestima desmesurada y sin fundamentos. El que se vanagloria —el vanidoso, el engreído— es egocéntrico y reclama atención constantemente. En sus relaciones con los demás no tiene empatía ni los considera como iguales. Tiende a instrumentalizar todo y a todos para conseguir lo que ambiciona.

miércoles, 7 de febrero de 2024

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Todos hemos experimentados alguna vez sentimientos de tristeza. Y hemos experimentado también - valga la redundancia - el sentimiento de superar esos fatales momentos. De cualquier manera, lo verdaderamente importante es no perder de vista la Resurrección del Señor. Ella nos llena de esperanza, nos devuelve la alegría y la fortaleza de superar los sufrimientos y desesperanzas de esos trágicos momentos y nos mueve a seguir en paz el camino junto al Señor tal y como nos alienta el Papa Francisco.


PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 7 de febrero de 2024

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]

Catequesis. Vicios y virtudes. 7. La tristeza.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro recorrido de catequesis sobre los vicios y las virtudes, hoy nos detenemos en un vicio bastante feo, la tristeza, entendida como un abatimiento del ánimo, una aflicción constante que impide al ser humano experimentar alegría por su propia existencia.

Ante todo, hay que señalar que, respecto a la tristeza, los Padres hacían una distinción importante. Hay, en efecto, una tristeza que conviene a de la vida cristiana, y que con la gracia de Dios se transforma en alegría: ésta, por supuesto, no debe rechazarse y forma parte del camino de conversión. Pero existe también un segundo tipo de tristeza que se insinúa en el alma y la postra en un estado de abatimiento: es este segundo tipo de tristeza el que hay que combatir resueltamente y con todas las fuerzas, porque procede del Maligno. Esta distinción la encontramos también en San Pablo, que cuando escribe a los Corintios dice lo siguiente: «La tristeza que proviene de Dios produce un arrepentimiento que lleva a la salvación y no se debe lamentar; en cambio, la tristeza del mundo produce la muerte.» (2 Cor 7,10).

Hay, entonces, una tristeza amiga que nos lleva a la salvación. Pensemos en el hijo pródigo de la parábola: cuando toca el fondo de su degeneración, experimenta una gran amargura, y esto le impulsa a recapacitar y a decidir volver a la casa paterna (cfr. Lc 15, 11-20). Es una gracia gemir por los propios pecados, recordar el estado de gracia del que hemos caído, llorar porque hemos perdido la pureza con la que Dios nos soñó.

Pero hay una segunda tristeza, que es una enfermedad del alma. Surge en el corazón humano cuando se desvanece un deseo o una esperanza. Aquí podemos referirnos al relato de los discípulos de Emaús. Aquellos dos discípulos salen de Jerusalén con el corazón desilusionado, y se confían al forastero, que en cierto momento los acompaña: «Nosotros esperábamos que fuera él – o sea, Jesús - quien librara a Israel.» (Lc 24,21). La dinámica de la tristeza está ligada a la experiencia de la pérdida. En el corazón del ser humano nacen esperanzas que a veces se ven defraudadas. Puede tratarse del deseo de poseer algo que no se puede conseguir, pero también de algo importante, como la pérdida de un afecto. Cuando esto sucede, es como si el corazón del ser humano cayera en un precipicio, y los sentimientos que experimenta son desánimo, debilidad de espíritu, depresión, angustia. Todos pasamos por pruebas que nos generan tristeza, porque la vida nos hace concebir sueños que luego se hacen añicos. En esta situación, algunos, tras un tiempo de agitación, se apoyan en la esperanza; pero otros se regodean en la melancolía, dejando que ésta se pudra en sus corazones. ¿Se siente placer en esto? Verán: la tristeza es como el placer del no-placer; es como tomar un caramelo amargo, sin azúcar, malo, y chupar ese caramelo. La tristeza es el placer del no-placer.

El monje Evagrio explica que todos los vicios persiguen un placer, por efímero que sea, mientras que la tristeza disfruta de lo contrario: del adormecerse en una tristeza sin fin. Ciertos lutos prolongados, en los que una persona sigue agrandando el vacío de quien ya no está, no son propios de la vida en el Espíritu. Ciertas amarguras resentidas, en las que una persona tiene siempre en mente una reivindicación que le hace adoptar el papel de víctima, no producen en nosotros una vida sana, y menos aún cristiana. Hay algo en el pasado de todos que necesita ser sanado. La tristeza, de ser una emoción natural, puede convertirse en un estado de ánimo maligno.

Es un demonio taimado, el de la tristeza. Los padres del desierto la describían como un gusano del corazón, que roe y vacía a quien lo alberga. Esta imagen es buena, nos ayuda a comprender. Entonces, ¿qué debo hacer cuando estoy triste? Detenerte y ver: ¿esta tristeza es buena? ¿No es una buena tristeza? Y reaccionar según la naturaleza de la tristeza. No se olviden de que la tristeza puede ser algo muy malo que nos lleva al pesimismo, nos lleva a un egoísmo que difícilmente se cura.

Hermanos y hermanas, debemos tener cuidado con esta tristeza y pensar que Jesús nos trae la alegría de la resurrección.

Por muy llena que esté la vida de contradicciones, de deseos incumplidos, de sueños no realizados, de amistades perdidas, gracias a la resurrección de Jesús podemos creer que todo se salvará. Jesús ha resucitado no sólo para sí mismo, sino también para nosotros, a fin de rescatar todas las felicidades que no se han realizado en nuestras vidas. La fe expulsa el miedo, y la resurrección de Cristo quita la tristeza como la piedra del sepulcro. Cada día del cristiano es un ejercicio de resurrección. Georges Bernanos, en su famosa novela Diario de un cura rural, hace decir al párroco de Torcy lo siguiente: "La Iglesia dispone de la alegría, de toda esa alegría que está reservada a este triste mundo. Lo que han hecho contra ella, lo han hecho contra la alegría". Y otro escritor francés, León Bloy, nos dejó esta maravillosa frase: "No hay más que una tristeza, [...] la de no ser santos". Que el Espíritu de Jesús resucitado nos ayude a vencer la tristeza con la santidad.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. El próximo domingo celebramos la Jornada Mundial del Enfermo. Pidamos a María, Salud de los enfermos, por todos los que sufren, para que sepan poner su confianza en Dios, experimentando la alegría de saberse amados por Él. Que Dios los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

Y no olvidemos las guerras, no olvidemos la atormentada Ucrania, Palestina, Israel, los Rohingya, muchas, muchas guerras que hay por doquier. Recemos por la paz. La guerra es siempre una derrota, siempre. Recemos por la paz. Se necesita la paz.

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Resumen leído por le Santo Padre en español

Queridos hermanos y hermanas:

En la catequesis de hoy reflexionamos sobre el vicio de la tristeza. Se trata de ese estado de ánimo que todos llegamos a experimentar en algún momento de nuestra vida. Se presenta como un sentimiento de abatimiento y de aflicción constantes, y está ligado a una experiencia de “pérdida” de algo o de alguien.

Podemos distinguir dos tipos de tristeza: por un lado, está la tristeza que lleva a la salvación si se vive según la fe, porque nos impulsa a mirar nuestro interior, nos inspira el dolor y la amargura de haber pecado, colocándonos así en el camino del arrepentimiento y en la esperanza de recuperar la amistad con Dios. Pero, por otro lado, tenemos otra tristezaaquella tristeza que, si nos descuidamos, puede convertirse en una enfermedad del alma; como un gusano que corroe y destruye el corazón. Nos hará bien pues combatir esta segunda tristeza —esta enfermedad— con la fe en la resurrección de Cristo, que nos colma de esperanza, de gozo y de paz.