lunes, 13 de marzo de 2017

Sean misericordiosos, como el Padre es misericordioso...

Evangelio de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 6,36-38.




Jesús dijo a sus discípulos:

«Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso.

No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados.

Den, y se les dará. Les volcarán sobre el regazo una buena medida, apretada, sacudida y desbordante. 

Porque la medida con que ustedes midan también se usará para ustedes».


Palabra del Señor


Las sentencias que siguen, en Lucas, no se refieren a los enemigos, sino a los hermanos, son reglas claras, como pilares que rigen la vida de la comunidad de los discípulos: “No juzguen y no serán juzgados, no condenen y no serán condenados, den y se les dará” (6,37-38). En la comunidad se viven relaciones nuevas de amor reciproco, pero estas siempre están bajo la insidia del mal, por eso mismo al interno de la comunidad el amor tiene siempre el rostro de la misericordia.

Detengámonos brevemente en cada uno de los puntos que Jesús propone para nuestro ejercicio de la misericordia, dilatando nuestro corazón a la manera del Padre en esta Cuaresma.

“No juzguen y no serán juzgados”

Juzgar es colocarse en el lugar de Dios considerarse a sí mismo como la medida de todo; mi juicio contra el hermano es más grave que su mismo pecado, porque es negar al Padre en su misericordia.

“No condenen y no serán condenados”

Mientras el juicio es un acto interno, condenar es expresar externamente el juicio. El Padre en lugar de condenarnos se compadece, nos perdona y confía tan profundamente en nosotros que nos entrega la administración de su misericordia el siempre actúa a través de mediaciones, su compasión y su misericordia pasan a través de mi o no pasan.

Cada uno de nosotros es como una llave de agua, tenemos el poder de abrir o de cerrar la fuente inagotable del amor misericordioso que a todos ha sido donado en Cristo Jesús.

“Den y les será dado”

Jesús no indica que es lo que tenemos que dar, simplemente dice den, como para enfatizar esa actitud de donación que debe caracterizar nuestro discipulado; vivir para los otros, sin retener nada de sí, nada para sí, como Jesús que se auto donó siempre más hasta la muerte.

En la medida en la cual nos donamos a los otros también recibimos de parte de Dios, quien nos dará su amor, y el inmenso don de ser como El configurándonos con su Hijo.

“Porque con la medida con que midan serán medidos”

Dios renuncia a medirnos y juzgarnos, dejando que seamos nosotros mismos quienes nos damos la medida y nos juzgamos, según el amor y la misericordia que ofrecemos a los otros. Mi juicio final y mi salvación corresponderán a la misericordia que ofrezco hoy al otro.

Al acoger y gustar la misericordia que el Padre en Jesús tiene para con cada uno de nosotros nos vamos transformando poco a poco en la expresión viva de esta inagotable compasión de Dios.






Tabor...símbolo de la vida de oración del apóstol.


Jesús se ha sumergido en el Espíritu que lo llena y se ha perdido en profunda contemplación. Su rica vida interior, su vida espiritual, el fuego que lo invade, rompe su humanidad y se hace luz y belleza, blancura y hermosura. Jesús deja que la divinidad que lo llena se irradie a través de su humanidad para que los suyos lo contemplen glorioso, exaltado, resplandeciente. Es como una experiencia anticipada de su resurrección, Da sentido profundo a la cruz, camino de la luz gloriosa. 

Con el dialogan Moisés, el líder de su pueblo, el gran contemplativo y libertador de Israel,  y Elías, el profeta de fuego, el gran orante que arrancaba de Dios la lluvia y el fuego, la paz y la guerra. El orante es fuerza y sabiduría de Dios en el mundo.


Jesús lleva consigo a Juan, Santiago y Pedro, quiere que se embriaguen de la experiencia de la luz, de la belleza de su esplendor. Los tres discípulos están idos. Los posee la admiración, encantamiento, el sentirse pequeños. Se sienten seducidos, fascinados, deslumbrados por la hermosura soberana de Jesús. Los tres son todo ojos para verlo lleno de grandeza; son todo oídos para escuchar los sentimientos de su corazón; son todo olfato para sentir el aroma de su belleza; son todo gusto para saborear la dulzura del Señor; son todo tacto para tocar desde la fe al Dios y Hombre; al Hombre y Dios. Luego, lo que han visto, han oído, han gustado y tocado, es lo que anuncian.

Es el momento cumbre en el que el Padre se manifiesta expresando todo su amor al hijo. Y le dice "Éste es mi hijo amado, mi predilecto, escúchenlo". Y ellos se sienten amados del Padre, escogidos del Padre, predilectos del Padre en Jesús. Ellos no están en ellos; están sumergidos en la divinidad de Jesús que irradia su humanidad. Los tres sienten que es bueno quedarse allí. Los tres se dejan penetrar por la nube luminosa, el Espíritu, que los cubre y fecunda. Los tres se sienten transportados, transfigurados, renacidos en el Hijo amado.

¿Cuanto tiempo pasó? El orante pierde las coordenadas del tiempo y del espacio. Entra en una experiencia del totalmente Otro, de la eternidad. El orante saborea ya la vida eterna, la luz eterna, la paz eterna.  Cuando se quieren dar cuenta se quedan "con Jesús solo". Vuelve ante el Jesús humano que guarda dentro la divinidad. Lo sienten más Hijo de Dios, más el Cristo. Los tres escuchan a Jesús que les habla de lo mucho que va a sufrir en otro monte: el Gólgota.

Y bajan despacio. Y han intuido que la misión clama por espacios de contemplación. Porque llevan en el alma una fuerza, un fuego capaz de incendiar la tierra. Ahora sí; ahora serán capaces de "tomar parte en los duros trabajos del Evangelio"; ahora entienden que Dios "no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fuerza, amor y buen sentido". Ahora saben que la acción sin la contemplación no es misión. Y caminan con Jesús al ritmo de su paso.

Sin oración la misión no tiene fuerza para ayudar a cambiar los corazones. La oración es el alma de todo apostolado. El mismo Jesús lo dice: "Quién está unido conmigo y yo con él, ése da mucho fruto. Porque separados de mí, no pueden hacer nada".  La oración es cuestión de fe. Somos orantes  en la medida en que somos creyentes; aún la misma fe depende de la vida de oración. Quien ha descubierto a Jesús como orante  ha encontrado un tesoro.  Un orante, donde realiza su misión, hace presente a Jesús; lleva en las venas de su alma el fuego del Espíritu, sabe estar a solas con Jesús y sabe también llevar a los hermanos el fuego de Jesús.