miércoles, 8 de julio de 2020

EN EL ANIVERSARIO DE LA VISITA A LAMPEDUSA

La búsqueda de Dios tiene que ser una constante en nuestra vida, nos dice el Papa Francisco en la celebración de la misa en Santa Marta como aniversario de su visita a Lampedusa. El salmo 104 leido, nos lo recuerda. Y es que sin Dios, ¿a dónde vamos? Él es nuestro objetivo final, nos recuerda el Papa Francisco. 

Y esa búsqueda y encuentro con el Señor nos lleva también al encuentro con los hermanos, los otros, los migrantes, que esperan nuestra ayuda fraterna por amor. Una búsqueda y encuentro con nos fortalecerá para salir de nuestro bienestar y seguridad personal y darnos en amor, por la Gracia de Dios, a los demás. De manera especial a aquellos migrantes que se lanzan al mar en busca de un mundo mejor y más justo.




SANTA MISA EN EL 7.º ANIVERSARIO DE LA VISITA A LAMPEDUSA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Miércoles, 8 de julio de 2020


El salmo responsorial de hoy nos invita a una búsqueda constante del rostro del Señor: «Buscad continuamente el rostro del Señor. Recurrid al Señor y a su poder, buscad continuamente su rostro» (Sal 104). Esta búsqueda constituye una actitud fundamental en la vida del creyente, que ha entendido que el objetivo final de la existencia es el encuentro con Dios.

La búsqueda del rostro de Dios es una garantía del éxito de nuestro viaje en este mundo, que es un éxodo hacia la verdadera Tierra prometida, la Patria celestial. El rostro de Dios es nuestra meta y también es nuestra estrella polar, que nos permite no perder el camino.

El pueblo de Israel, descrito por el profeta Oseas en la primera lectura (cf. 10,1-3.7-8.12), en ese momento era un pueblo extraviado, que había perdido de vista la Tierra prometida y deambulaba por el desierto de la iniquidad. La prosperidad y la riqueza abundante habían alejado del Señor el corazón de los israelitas y lo habían llenado de falsedad e injusticia.

Es un pecado del cual nosotros, cristianos de hoy, tampoco estamos exentos. «La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión, ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia» (Homilía en Lampedusa, 8 julio 2013).

La exhortación de Oseas nos llega hoy como una invitación renovada a la conversión, a volver nuestros ojos al Señor para ver su rostro. El profeta dice: «Sembrad con justicia, recoged con amor. Poned al trabajo un terreno virgen. Es tiempo de consultar al Señor, hasta que venga y haga llover sobre vosotros la justicia» (10,12).

La búsqueda del rostro de Dios está motivada por el anhelo de un encuentro con el Señor, encuentro personal, un encuentro con su inmenso amor, con su poder que salva. Los doce apóstoles, de quienes nos habla el Evangelio de hoy (cf. Mt 10,1-7), tuvieron la gracia de encontrarlo físicamente en Jesucristo, Hijo de Dios encarnado. Él los llamó por su nombre, uno a uno —lo hemos escuchado—, mirándolos a los ojos; y ellos contemplaron su rostro, escucharon su voz, vieron sus prodigios. El encuentro personal con el Señor, un tiempo de gracia y salvación, lleva a la misión. Jesús les exhortó: «Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos» (v. 7). Encuentro y misión no se separan.

Este encuentro personal con Jesucristo también es posible para nosotros, que somos los discípulos del tercer milenio. Cuando buscamos el rostro del Señor, podemos reconocerlo en el rostro de los pobres, de los enfermos, de los abandonados y de los extranjeros que Dios pone en nuestro camino. Y este encuentro también se convierte para nosotros en un tiempo de gracia y salvación, confiriéndonos la misma misión encomendada a los apóstoles.

Hoy se cumplen siete años, el séptimo aniversario de mi visita a Lampedusa. A la luz de la Palabra de Dios, quisiera reiterar lo que dije a los participantes en el encuentro “Libres del miedo”, en febrero del año pasado: «El encuentro con el otro es también un encuentro con Cristo. Nos lo dijo Él mismo. Es Él quien llama a nuestra puerta hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo y encarcelado, pidiendo que lo encontremos y ayudemos, pidiendo poder desembarcar. Y si todavía tuviéramos alguna duda, esta es su clara palabra: “En verdad os digo, que cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt25,40)».

«Cuanto hicisteis...», para bien o para mal. Esta advertencia es hoy de gran actualidad. Todos deberíamos tenerlo como punto fundamental en nuestro examen de conciencia, el que hacemos todos los días. Pienso en Libia, en los campos de detención, en los abusos y en la violencia que sufren los migrantes, en los viajes de esperanza, en los rescates y en los rechazos. «Cuanto hicisteis…, a mí me lo hicisteis».

Recuerdo ese día, hace siete años, justo en el sur de Europa, en esa isla... Algunos me contaron sus propias historias, cuánto habían sufrido para llegar allí. Y había intérpretes. Uno contaba cosas terribles en su idioma, y ​​el intérprete parecía traducir bien; pero aquel habló mucho y la traducción fue breve. “Bueno —pensé— ese idioma da más vueltas para poder expresarse”. Cuando llegué a casa por la tarde en la recepción, había una señora —descanse en paz, ha fallecido—, que era hija de etíopes. Ella entendía el idioma y había visto el encuentro a través de la televisión. Y me dijo esto: “Perdone, lo que le dijo el traductor etíope ni siquiera es la cuarta parte de la tortura, del sufrimiento que han experimentado”. Me dieron la versión “destilada”. Esto sucede hoy con Libia: nos dan una versión “destilada”. La guerra es mala, lo sabemos, pero no os imagináis el infierno que se vive allí, en esos campos de detención. Y esas personas sólo vinieron con la esperanza de cruzar el mar.

Que la Virgen María, Solacium migrantium (Ayuda de los migrantes), nos haga descubrir el rostro de su Hijo en todos los hermanos y hermanas obligados a huir de su tierra por tantas injusticias que aún afligen a nuestro mundo.

miércoles, 1 de julio de 2020

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO A LA CONFERENCIA DE MEDIOS CATÓLICOS PATROCINADA POR LA ASOCIACIÓN DE PRENSA CATÓLICA



A los miembros de la Asociación de Prensa Católica

Este año, por primera vez en su historia, la Asociación de Prensa Católica organiza la Conferencia de Medios Católicos de manera virtual, a causa de la situación sanitaria actual. Ante todo, deseo expresar mi cercanía a quienes han sido afectados por el virus y a quienes, incluso a riesgo de sus vidas, han trabajado y siguen trabajando para asistir a nuestros hermanos y hermanas que lo necesitan.

El tema que ustedes han elegido para la Conferencia de este año —Together While Apart, Juntos mientras estamos separados— expresa elocuentemente el sentido de unión que, paradójicamente, ha surgido de la experiencia de distanciamiento social impuesta por la pandemia. En mi mensaje del año pasado para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, reflexioné sobre cómo la comunicación nos permite ser, como dice San Pablo, “miembros unos de otros” (cfr. Ef 4,25), llamados a vivir en comunión dentro de una red de relaciones en continua expansión. A causa de la pandemia, todos hemos percibido más plenamente esta verdad. De hecho, la experiencia de estos meses pasados nos ha demostrado que la misión de los medios de comunicación es esencial para acercar a las personas, acortar las distancias, proveer la información necesaria y abrir las mentes y los corazones a la verdad.

Fue precisamente esta constatación la que llevó a la creación de los primeros periódicos católicos en sus países, además del constante apoyo que les prestaron los Pastores de la Iglesia. Lo vemos en el caso del Catholic Miscellany de Charleston, fundado en 1822 por el obispo John England, y que fue seguido de muchos otros periódicos y revistas. Hoy, como entonces, nuestras comunidades cuentan con los periódicos, la radio, la televisión y las redes sociales para compartir, comunicar, informar y unir.

E pluribus unum, el ideal de unidad en medio de la diversidad reflejado en el lema de los Estados Unidos, también debe inspirar el servicio que ustedes ofrecen al bien común. Ello es urgentemente necesario hoy, en una era marcada por conflictos y polarizaciones a los que la propia comunidad católica no es inmune.

Necesitamos medios de comunicación capaces de construir puentes, defender la vida y abatir los muros, visibles e invisibles, que impiden el diálogo sincero y la comunicación verdadera entre personas y comunidades. Necesitamos medios de comunicación que puedan ayudar a las personas, especialmente a los jóvenes, a distinguir el bien del mal; a desarrollar juicios sólidos basados en una presentación clara e imparcial de los hechos; y a comprender la importancia de trabajar por la justicia, la concordia social y el respeto a nuestra casa común. Necesitamos hombres y mujeres con sólidos valores que protejan la comunicación de todo lo que puede distorsionarla o desviarla hacia otros propósitos.

Les pido, por tanto, que permanezcan unidos y sean signo de unidad también entre ustedes. Los medios de comunicación pueden ser grandes o pequeños, pero en la Iglesia estas no son categorías importantes. En la Iglesia, todos hemos sido bautizados en un único Espíritu y hechos miembros de un solo cuerpo (cfr. 1 Cor 12:13). Como en todo cuerpo, a menudo son los miembros más pequeños los que, al final, son los más necesarios. Lo mismo sucede en el cuerpo de Cristo. Cada uno de nosotros, dondequiera que nos encontremos, está llamado a contribuir, mediante la profesión de la verdad en el amor, al crecimiento de la Iglesia hasta su plena madurez en Cristo (cfr. Ef 4:15).

La comunicación, lo sabemos, no es meramente una cuestión de competencia profesional. Un verdadero comunicador se dedica completamente al bien de los demás en todos los niveles, desde la vida de cada persona a la vida de toda la familia humana. No podemos comunicar verdaderamente si no nos involucramos personalmente, si no podemos testimoniar personalmente la verdad del mensaje que transmitimos. Toda comunicación tiene su fuente última en la vida de Dios Uno y Trino, que comparte con nosotros las riquezas de su vida divina y, a su vez, nos pide que, unidos en el servicio a su Verdad, comuniquemos ese tesoro a los demás.

Queridos amigos, invoco cordialmente sobre ustedes y sobre los trabajos de su Conferencia la efusión de los dones del Espíritu Santo de sabiduría, entendimiento y consejo. Solamente la mirada del Espíritu nos permite no cerrar los ojos ante los que sufren y buscar el verdadero bien para todos. Solamente con esa mirada podemos trabajar eficazmente para superar las enfermedades del racismo, la injusticia y la indiferencia, que desfiguran el rostro de nuestra común familia. Que, través de su dedicación y su trabajo diario, puedan ustedes ayudar a los demás a contemplar las situaciones y las personas con los ojos del Espíritu. Que cuando nuestro mundo hable apresuradamente con adjetivos y adverbios, los comunicadores cristianos hablen con sustantivos que reconozcan y presenten la silenciosa reivindicación de la verdad y promuevan la dignidad humana. Que donde el mundo ve conflictos y divisiones, puedan ustedes mirar a los pobres y a quienes sufren, y dar voz a las súplicas de nuestros hermanos y hermanas necesitados de misericordia y comprensión.

La Iglesia celebró ayer la solemnidad de los Apóstoles Pedro y Pablo. Que el espíritu de comunión con el obispo de Roma, que ha sido siempre un sello distintivo de la prensa católica de sus países, los mantenga a todos ustedes unidos en la fe y firmes ante las efímeras modas culturales que carecen de la fragancia de la verdad evangélica. Sigamos rezando juntos por la reconciliación y la paz en nuestro mundo. Les aseguro mi apoyo y mis oraciones por ustedes y sus familias. Y les pido, por favor, que me recuerden en sus oraciones.
Vaticano, 30 de junio de 2020

Francisco

miércoles, 24 de junio de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Hoy, el Papa continúa hablándonos de la oración precisamente en la vida de David. Una oración que es constante y que es el nexo que sostiene a David en unión con Dios. Ese Dios que le da todo y al que le rinde adoración. Una oración, nos dice el Papa, que debe ser también nuestra fortaleza y nuestro nexo de unión con nuestro Padre Dios.

Porque, es la oración la que nos mantiene y nos fortalece para que, ora desfallecidos y errados en el pecado, podamos sostenernos erguidos y esperanzados en la Misericordia de Dios. David, como nos dice el Papa Francisco, nos puede servir como testimonio de una persona que, a pesar de sus debilidades, errores, pecados y virtudes, no dejó nunca de estar unido al Señor por y a través de la oración. No perdamos nosotros tampoco esa relación con nuestro Padre Dios a través de la oración.



PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico

Miércoles, 24 de junio de 2020





Catequesis: 8. La oración de David

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro itinerario de catequesis sobre la oración, hoy encontramos al rey David. Predilecto de Dios desde que era un muchacho, fue elegido para una misión única, que jugará un papel central en la historia del pueblo de Dios y de nuestra misma fe. En los Evangelios, a Jesús se le llama varias veces “hijo de David”; de hecho, como él, nace en Belén. De la descendencia de David, según las promesas, viene el Mesías: un Rey totalmente según el corazón de Dios, en perfecta obediencia al Padre, cuya acción realiza fielmente su plan de salvación. (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2579).

La historia de David comienza en las colinas entorno a Belén, donde pastorea el rebaño su padre, Jesé. Es todavía un muchacho, el último de muchos hermanos. Así que cuando el profeta Samuel, por orden de Dios, se pone a buscar el nuevo rey, parece casi que su padre se haya olvidado de aquel hijo más joven (cf. 1 Samuel 16,1-13). Trabajaba al aire libre: lo imaginamos amigo del viento, de los sonidos de la naturaleza, de los rayos del sol. Tiene una sola compañía para confortar su alma: la cítara; y en las largas jornadas en soledad le gusta tocar y cantar a su Dios. Jugaba también con la honda.

David, por lo tanto, es ante todo un pastor: un hombre que cuida de los animales, que los defiende cuando llega el peligro, que les proporciona sustento. Cuando David, por voluntad de Dios, deberá preocuparse del pueblo, no llevará a cabo acciones muy diferentes respecto a estas. Es por eso que en la Biblia la imagen del pastor es recurrente. También Jesús se define como “el buen pastor”, su comportamiento es diferente de aquel del mercenario; Él ofrece si vida a favor de las ovejas, las guía, conoce el nombre de cada una de ellas (cf. Juan 10,11-18).

David aprendió mucho de su primera ocupación. Así, cuando el profeta Natán le recrimina su grave pecado  (cf. 2 Samuel 12,1-15), David entenderá inmediatamente que ha sido un mal pastor, que ha depredado a otro hombre de la única oveja que él amaba, que ya no era un humilde servidor sino un enfermo de poder, un furtivo que mata y saquea.

Un segundo aspecto característico presente en la vocación de David es su alma de poeta. De esta pequeña observación deducimos que David no ha sido un hombre vulgar, como a menudo puede suceder a los individuos obligados a vivir durante mucho tiempo aislados de la sociedad. Es, en cambio, una persona sensible, que ama la música y el canto. La cítara lo acompañará siempre: a veces para elevar a Dios un himno de alegría (cf. 2 Samuel 6,16), otras veces para expresar un lamento o para confesar su propio pecado (cf. Salmos 51,3).

El mundo que se presenta ante sus ojos no es una escena muda: su mirada capta, detrás del desarrollo de las cosas, un misterio más grande. La oración nace precisamente de allí: de la convicción de que la vida no es algo que nos resbala, sino que es un misterio asombroso, que en nosotros provoca la poesía, la música, la gratitud, la alabanza o el lamento, la súplica. Cuando a una persona le falta esa dimensión poética, digamos que cuando le falta la poesía, su alma cojea. La tradición quiere por ello que David sea el gran artífice de la composición de los salmos. Estos llevan, a menudo, al inicio, una referencia explícita al rey de Israel, y a algunos de los sucesos más o menos nobles de su vida.

David tiene un sueño: el de ser un buen pastor. Alguna vez será capaz de estar a la altura de esta tarea, otras veces, menos; pero lo que importa, en el contexto de la historia de la salvación, es que sea profecía de otro Rey, del que él es solo anuncio y prefiguración.

Miremos a David, pensemos en David. Santo y pecador, perseguido y perseguidor, víctima y verdugo, que es una contradicción. David fue todo esto, junto. Y también nosotros registramos en nuestra vida trazos a menudo opuestos; en la trama de la vida, todos los hombres pecan a menudo de incoherencia. Hay un solo hilo conductor, en la vida de David, que da unidad a todo lo que sucede: su oración. Esa es la voz que no se apaga nunca. David santo, reza; David pecador, reza; David perseguido, reza; David perseguidor, reza; David víctima, reza. Incluso David verdugo, reza. Este es el hilo conductor de su vida. Un hombre de oración. esa es la voz que nunca se apaga: tanto si asume los tonos del júbilo, como los del lamento siempre es la misma oración, solo cambia la melodía. Y haciendo así, David nos enseña a poner todo en el diálogo con Dios: tanto la alegría como la culpa, el amor como el sufrimiento, la amistad o una enfermedad. Todo puede convertirse en una palabra dirigida al “Tú” que siempre nos escucha.

David, que ha conocido la soledad, en realidad nunca ha estado solo. Y en el fondo esta es la potencia de la oración, en todos aquellos que le dan espacio en su vida. La oración te da nobleza, y David es noble porque reza. Pero es un verdugo que reza, se arrepiente y la nobleza vuelve gracias a la oración. La oración nos da nobleza: es capaz de asegurar la relación con Dios, que es el verdadero Compañero de camino del hombre, en medio de los miles avatares de la vida, buenos o malos: pero siempre la oración. Gracias, Señor. Tengo miedo, Señor. Ayúdame, Señor. Perdóname, Señor. Es tanta la confianza de David, que cuando era perseguido y debió escapar, no dejó que nadie lo defendiera: “Si mi Dios me humilla así, Él sabe”, porque la nobleza de la oración nos deja en las manos de Dios. Esas manos plagadas de amor: las únicas manos seguras que tenemos.

Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, que siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social.

Ayer un violento terremoto azotó el sur de México, causando algunas víctimas, heridos y enormes daños. Rezamos por todos ellos. Que la ayuda de Dios y de los hermanos les dé fuerza y apoyo. Hermanos y hermanas les estoy muy cercano.

Hoy celebramos la memoria de san Juan Bautista, profeta precursor del Mesías. Que su ejemplo, como también el del rey David —dos hombres totalmente diferentes que vivieron la profecía y que supieron indicar dónde estaba el verdadero Dios—, sean estímulo para nuestra vida, para que busquemos la amistad de Dios a través de la oración, y nuestro ejemplo pueda ayudar a llevar a Dios a los hombres y los hombres a Dios.
Que el Señor los bendiga.


Resumen leído por el Santo Padre en español
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestro itinerario de la catequesis sobre la oración, hoy nos detenemos ante la figura del rey David, que tiene un papel central en la historia del pueblo de Dios. David era el último de muchos hermanos y pastoreaba el rebaño de su padre Jesé. Ante todo, David era un pastor; cuidaba a los animales y los defendía de los peligros. Así intentó comportarse posteriormente con el pueblo que le fue confiado. Sabemos que, después de haber cometido un pecado grave cuando era rey y al escuchar el reproche del profeta Natán, David comprendió que era un mal pastor, que había saqueado a otro hombre lo que más quería: se había convertido en un enfermo de poder.

Por otra parte, apreciamos que David tenía un alma de poeta. No era un hombre insensible, sino que estaba atento a la belleza y se dejaba asombrar por la vida, manifestando sus sentimientos a través de la música y la poesía, siendo —según la tradición— el compositor de muchos de los salmos.

De estos elementos podemos ver que David es un personaje contrastante: es virtuoso y pecador, perseguido y perseguidor. David fue todo esto; pero hay un hilo conductor que une toda su vida, que es la oración. Puede ser una oración con tonos de júbilo o de lamento, pero siempre en diálogo con su Creador, que lo escucha. David nunca estuvo solo, aunque físicamente lo estuviera, porque —en medio de las mil dificultades de su vida— fue capaz de entablar una auténtica relación de amistad con Dios, el verdadero compañero del viaje del hombre.

miércoles, 17 de junio de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

La oración no es cosa fácil. Y no lo es porque exige humildad. Esa humildad que brota del saberse impotente y necesitado de la Gracia de Dios. Y mientras no nos demos cuenta y nos abramos a la acción del Espíritu que transforma nuestro corazón, nuestra oración será opaca, cerrada y difícil que llegue al Corazón de Dios.

Hoy, el Papa Francisco nos habla de la relación de Moisés con Dios, y como su relación va evolucionando en una oración de objeciones y protestas a una oración de intercesión y humildad por su pueblo. Moisés, nos comenta el Papa, intercede por su pueblo y está siempre en medio de Dios y el pueblo. Es figura de Jesucristo que va, no sólo a interceder por nosotros, sino a entregar su Vida para darnos vida a nosotros.




PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 17 de junio de 2020



Catequesis: 7. La oración de Moisés

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En nuestro itinerario sobre el tema de la oración, nos estamos dando cuenta de que Dios nunca amó tratar con orantes “fáciles”. Y ni siquiera Moisés será un interlocutor “débil”, desde el primer día de su vocación.

Cuando Dios lo llama, Moisés es humanamente “un fracasado”. El libro del Éxodo nos lo representa en la tierra de Madián como un fugitivo. De joven había sentido piedad por su gente y había tomado partido en defensa de los oprimidos. Pero pronto descubre que, a pesar de sus buenos propósitos, de sus manos no brota justicia, si acaso, violencia. He aquí los sueños de gloria que se hacen trizas: Moisés ya no es un funcionario prometedor, destinado a una carrera rápida, sino alguien que se ha jugado las oportunidades, y ahora pastorea un rebaño que ni siquiera es suyo. Y es precisamente en el silencio del desierto de Madián donde Dios convoca a Moisés a la revelación de la zarza ardiente: «“Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”. Moisés se cubrió el rostro, porque temía ver a Dios» (Éxodo 3,6).

A Dios que habla, que le invita a ocuparse de nuevo del pueblo de Israel, Moisés opone sus temores, sus objeciones: no es digno de esa misión, no conoce el nombre de Dios, no será creído por los israelitas, tiene una lengua que tartamudea… Y así tantas objeciones. La palabra que florece más a menudo de los labios de Moisés, en cada oración que dirige a Dios, es la pregunta “¿por qué?”. ¿Por qué me has enviado? ¿Por qué quieres liberar a este pueblo? En el Pentateuco hay, de hecho, un pasaje dramático en el que Dios reprocha a Moisés su falta de confianza, falta que le impedirá la entrada en la tierra prometida. (cf. Números 20,12).

Con estos temores, con este corazón que a menudo vacila, ¿cómo puede rezar Moisés? Es más, Moisés parece un hombre como nosotros. Y también esto nos sucede a nosotros: cuando tenemos dudas, ¿pero cómo podemos rezar? No nos apetece rezar. Y es por su debilidad, más que por su fuerza, por lo que quedamos impresionados. Encargado por Dios de transmitir la Ley a su pueblo, fundador del culto divino, mediador de los misterios más altos, no por ello dejará de mantener vínculos estrechos con su pueblo, especialmente en la hora de la tentación y del pecado. Siempre ligado al pueblo. Moisés nunca perdió la memoria de su pueblo. Y esta es una grandeza de los pastores: no olvidar al pueblo, no olvidar las raíces. Es lo que dice Pablo a su amado joven obispo Timoteo: “Acuérdate de tu madre y de tu abuela, de tus raíces, de tu pueblo”. Moisés es tan amigo de Dios como para poder hablar con Él cara a cara (cf. Éxodo 33,11); y será tan amigo de los hombres como para sentir misericordia por sus pecados, por sus tentaciones, por la nostalgia repentina que los exiliados sienten por el pasado, pensando en cuando estaban en Egipto. 

Moisés no reniega de Dios, pero ni siquiera reniega de su pueblo. Es coherente con su sangre, es coherente con la voz de Dios. Moisés no es, por lo tanto, un líder autoritario y despótico; es más, el libro de los Números lo define como “un hombre muy humilde, más que hombre alguno sobre la haz de la tierra” (cf. 12, 3). A pesar de su condición de privilegiado, Moisés no deja de pertenecer a ese grupo de pobres de espíritu que viven haciendo de la confianza en Dios el consuelo de su camino. Es un hombre del pueblo.

Así, el modo más proprio de rezar de Moisés será la intercesión (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2574). Su fe en Dios se funde con el sentido de paternidad que cultiva por su pueblo. La Escritura lo suele representar con las manos tendidas hacia lo alto, hacia Dios, como para actuar como un puente con su propia persona entre el cielo y la tierra. Incluso en los momentos más difíciles, incluso el día en que el pueblo repudia a Dios y a él mismo como guía para hacerse un becerro de oro, Moisés no es capaz de dejar de lado a su pueblo. Es mi pueblo. Es tu pueblo. Es mi pueblo. No reniega ni de Dios ni del pueblo. Y dice a Dios: «¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado..., y si no, bórrame del libro que has escrito» (Éxodo 32,31-32). Moisés no cambia al pueblo. Es el puente, es el intercesor. Los dos, el pueblo y Dios y él está en el medio. No vende a su gente para hacer carrera. No es un arribista, es un intercesor: por su gente, por su carne, por su historia, por su pueblo y por Dios que lo ha llamado. Es el puente. Qué hermoso ejemplo para todos los pastores que deben ser “puente”. Por eso, se les llama pontifex, puentes. Los pastores son puentes entre el pueblo al que pertenecen y Dios, al que pertenecen por vocación. Así es Moisés: “Perdona Señor su pecado, de otro modo, si Tú no perdonas, bórrame de tu libro que has escrito. No quiero hacer carrera con mi pueblo”. Y esta es la oración que los verdaderos creyentes cultivan en su vida espiritual. Incluso si experimentan los defectos de la gente y su lejanía de Dios, estos orantes no los condenan, no los rechazan. La actitud de intercesión es propia de los santos, que, a imitación de Jesús, son “puentes” entre Dios y su pueblo. Moisés, en este sentido, ha sido el profeta más grande de Jesús, nuestro abogado e intercesor. (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2577). Y también hoy, Jesús es el pontifex, es el puente entre nosotros y el Padre. Y Jesús intercede por nosotros, hace ver al Padre las llagas que son el precio de nuestra salvación e intercede. Y Moisés es la figura de Jesús que hoy reza por nosotros, intercede por nosotros.

Moisés nos anima a rezar con el mismo ardor que Jesús, a interceder por el mundo, a recordar que este, a pesar de sus fragilidades, pertenece siempre a Dios. Todos pertenecen a Dios. Los peores pecadores, la gente más malvada, los dirigentes más corruptos son hijos de Dios y Jesús siente esto e intercede por todos. Y el mundo vive y prospera gracias a la bendición del justo, a la oración de piedad, a esta oración de piedad, el santo, el justo, el intercesor, el sacerdote, el obispo, el Papa, el laico, cualquier bautizado eleva incesantemente por los hombres, en todo lugar y en todo tiempo de la historia. Pensemos en Moisés, el intercesor. Y cuando nos entren las ganas de condenar a alguien y nos enfademos por dentro —enfadarse hace bien, pero condenar no hace bien— intercedamos por él: esto nos ayudará mucho.

LLAMAMIENTO
Se celebra hoy la “Jornada de la Conciencia”, inspirada en el testimonio del diplomático portugués Aristides de Sousa Mendes, el cual, hace ochenta años, decidió seguir la voz de la conciencia y salvó la vida a miles de judíos y otros perseguidos. Que la libertad de conciencia pueda ser respetada siempre y en todas partes; y que todo cristiano pueda dar ejemplo de coherencia con una conciencia recta e iluminada por la Palabra de Dios.

Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, que siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social. Pasado mañana, el viernes, celebramos la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús; y vinculada a esta fiesta se encuentra la Jornada de santificación sacerdotal. Los animo a rezar por los sacerdotes, por vuestro párroco, por aquellos que están cerca de ustedes y conocen…, para que a través de vuestra oración el Señor los fortalezca en su vocación, los conforte en su ministerio y sean siempre ministros de la Alegría del Evangelio para todas las gentes.


Que Dios los bendiga.

miércoles, 10 de junio de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Pensamos que no tenemos fe y levantamos muchas barreras para que esa fe no se haga presente. Pero, ¿no es que esa falta de fe la apoyamos en nuestras propias fuerzas y nos creemos gran cosa cuando el camino de nuestra torpe vida nos es favorable? Nos creemos grandes cuando la única realidad es que somos muy pequeños, simples criaturas de Dios.

Y cuando se presenta el momento de nuestra inclinación, de nuestra impotencia y derrumbe, nos damos cuenta de quienes verdaderamente somos. El Papa Francisco nos lo expone muy bien comentando el camino de Jacob. Muchas veces debemos pensar si nuestra vida, como la de Jacob, también tiene esos momentos de luchas, de dificultades y de enfrentarnos directamente con nuestro Padre Dios que nos sale al encuentro. Es cuestión de pensarlo y reflexionarlo a la luz del Espíritu Santo. Amén.



PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Miércoles, 10 de junio de 2020


Catequesis: 6. La oración de Jacob

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Continuamos nuestra catequesis sobre el tema de la oración. El libro del Génesis, a través de las vivencias de hombres y mujeres de épocas lejanas nos cuenta historias en las que podemos reflejar nuestra vida. En el ciclo de los patriarcas encontramos también la de un hombre que había hecho de la sagacidad su mejor cualidad: Jacob. El relato bíblico nos habla de la difícil relación que Jacob tenía con su hermano Esaú. Desde pequeños hay rivalidad entre ellos y nunca la superarán. Jacob es el segundo hijo —eran gemelos—, pero mediante  engaños consigue arrebatar a su padre Isaac la bendición y el don de la primogenitura  (cf. Génesis 25,19-34). Es solo el primero de una larga serie de ardides de los que este hombre sin escrúpulos es capaz. También el nombre de “Jacob” significa alguien que tiene sagacidad al moverse.

Obligado a huir lejos de su hermano, parece tener éxito en cada gesta de su vida. Es hábil en los negocios: se enriquece mucho, convirtiéndose en propietario de un rebaño enorme. Con tenacidad y paciencia consigue casarse con la  hija más hermosa de Labán, de la que estaba realmente enamorado. Jacob – diríamos con lenguaje moderno – es un hombre que “se ha hecho a sí mismo”, con ingenio, sagacidad, es capaz de conquistar todo lo que desea. Pero le falta algo. Le falta la relación viva con sus raíces.

Y un día siente la llamada del hogar, de su antigua patria, donde todavía vivía Esaú, el hermano con el que siempre había mantenido una pésima relación. Jacob parte y lleva a cabo un largo viaje con una caravana numerosa de personas y animales, hasta que llega a la última etapa, al vado de Yabboq. Aquí el libro del Génesis nos ofrece una página memorable (cf. 32,23-33). Relata que el patriarca, después de haber hecho atravesar el río a toda su gente y a todo el ganado —que era mucho—, se queda solo en la orilla extranjera. Y piensa: ¿Qué lo espera para el mañana? ¿Qué actitud tomará su hermano Esaú, al que había robado la primogenitura? La mente de Jacob es una turbina de pensamientos… Y, mientras oscurece, de repente un desconocido lo aferra y comienza a luchar con él. El Catecismo explica: «La tradición espiritual de la Iglesia ha tomado de este relato el símbolo de la oración como un combate de la fe y una victoria de la perseverancia» (CIC, 2573).

Jacob luchó durante toda la noche, sin soltar nunca a su oponente. Al final es vencido, golpeado por su rival en el nervio ciático, y desde entonces será cojo para toda la vida. Aquel misterioso luchador pregunta el nombre al patriarca y le dice: «En adelante no te llamarás Jacob sino Israel; porque has sido fuerte contra Dios y contra los hombres, y le has vencido» (v. 29). Como diciendo: nunca serás el hombre que camina así, sino recto. Le cambia el nombre, le cambia la vida, le cambia la actitud. Te llamarás Israel. Entonces también Jacob pregunta al otro: «Dime por favor tu nombre». Aquel no se lo revela, pero, en compensación, lo bendice. Y Jacob entiende que ha encontrado a Dios «cara a cara» (cf. vv. 30-31).

Luchar con Dios: una metáfora de la oración. Otras veces Jacob se había mostrado capaz de dialogar con Dios, de sentirlo como una presencia amiga y cercana. Pero en esa noche, a través de una lucha que duró mucho tiempo y que casi lo vio sucumbir, el patriarca salió cambiado. Cambio de nombre, cambio del modo de vivir y cambio de la personalidad: sale cambiado. Por una vez ya no es dueño de la situación —su sagacidad no sirve—, ya no es el hombre estratega y calculador; Dios lo devuelve a su verdad de mortal que tiembla y tiene miedo, porque Jacob en la lucha tiene miedo. Por una vez Jacob no tiene otra cosa que presentar a Dios más que su fragilidad y su impotencia, también sus pecados. Y es este Jacob el que recibe de Dios la bendición, con la cual entra cojeando en la tierra prometida: vulnerable y vulnerado, pero con el corazón nuevo. Una vez escuché decir a un anciano —buen hombre, buen cristiano, pero pecador que tenía tanta confianza en Dios— decía: “Dios me ayudará; no me dejará solo. Entraré en el paraíso, cojeando, pero entraré”. Antes era alguien que estaba seguro de sí mismo, confiaba en su propia sagacidad. Era un hombre impermeable a la gracia, refractario a la misericordia; no conocía lo que es la misericordia. “¡Aquí estoy yo, mando yo!”, no consideraba que necesitaba misericordia. Pero Dios salvó lo que estaba perdido. Le hizo entender que estaba limitado, que era un pecador que necesitaba misericordia y lo salvó.

Todos nosotros tenemos una cita en la noche con Dios, en la noche de nuestra vida, en las muchas noches de nuestra vida: momentos oscuros, momentos de pecados, momentos de desorientación. Ahí hay una cita con Dios, siempre. Él nos sorprenderá en el momento en el que no nos lo esperemos, en el que nos encontremos realmente solos. En aquella misma noche, combatiendo contra lo desconocido, tomaremos conciencia de ser solo pobres hombres —me permito decir “pobrecitos”—, pero, precisamente entonces, no deberemos temer: porque en ese momento Dios nos dará un nombre nuevo, que contiene el sentido de toda nuestra vida; nos cambiará el corazón y nos dará la bendición reservada a quien se ha dejado cambiar por Él. Esta es una hermosa invitación a dejarnos cambiar por Dios. Él sabe cómo hacerlo, porque conoce a cada uno de nosotros. “Señor, Tú me conoces”, puede decirlo cada uno de nosotros. “Señor, Tú me conoces. Cámbiame”.

Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española, que siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social. Pidamos al Señor que nos dé la fortaleza para dejarnos sorprender por su misericordia, para aceptar nuestra fragilidad sin temor, sabiendo que, aunque sea de noche y estemos solos, combatiendo contra lo desconocido, Dios puede dar sentido a toda nuestra vida y regalarnos la bendición que reserva a quien se deja trasformar por Él. Que Dios los bendiga.

Llamamiento
El próximo viernes 12 de junio se celebra el Día Mundial contra el Trabajo Infantil, un fenómeno que priva a los niños y niñas de su infancia y pone en peligro su desarrollo integral. En la situación actual de emergencia sanitaria, en varios países muchos niños y jóvenes están obligados a realizar trabajos inadecuados a su edad, para ayudar a sus familias en condiciones de extrema pobreza. En no pocos casos se trata de formas de esclavitud y reclusión que causan sufrimientos físicos y psicológicos. Todos nosotros somos responsables de ello.
Hago un llamamiento a las instituciones a esforzarse al máximo para proteger a los menores, colmando las brechas económicas y sociales que constituyen la base de la distorsionada dinámica en la que, desgraciadamente, se ven envueltos. Los niños son el futuro de la familia humana: nos corresponde a todos la tarea de favorecer su crecimiento, su salud y su serenidad.

miércoles, 3 de junio de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

La experiencia de Abraham es una experiencia de fe. Una fe que significa, no comprender muchas cosas sino fiarte de lo que te dice aquel en el que crees. Y Abraham se fía de la Palabra y promesa de ese Dios con el que entabla amistad y con el que se va a comunicar a lo largo de su viaje y camino emprendido por mandato de ese mismo Dios.

También a ti y a mí nos ocurre igual. Ese Dios, presente en tu vida desde tu bautismo, te habla y te manda a recorrer un camino en tu vida. Tu misión y trabajo es encontrarlo y recorrerlo según el mandato de ese Dios. Para ello, lo primero es fiarte de Él y lo segundo ponerte, a través de la oración, en contacto con Él. Mira lo que te dice el santo Padre.




PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 3 de junio de 2020


Catequesis: 5. La oración de Abrahán

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy reflexionamos sobre la figura y la vocación del patriarca Abrahán, a quien Dios le habló y le pidió que abandonara su patria y su familia, con la promesa de darle una tierra nueva y una descendencia numerosa. Abrahán escuchó la voz del Señor, creyó en su palabra e hizo lo que le ordenó. Con su respuesta obediente al Señor, Abrahán es modelo del que cree y sigue con fe la voluntad de Dios, incluso cuando esa voluntad se revela difícil y, en muchos casos, incomprensible y dramática, como cuando Dios le pidió sacrificar a su hijo Isaac.

Por su fidelidad a la promesa de Dios y la nueva manera de entender su relación con Él, Abrahán está presente en las tres grandes tradiciones espirituales: la judía, la cristiana y la musulmana que lo consideran como padre en la fe, atento y obediente a la voluntad de Dios.

El libro del Génesis nos revela que Abrahán vivía la oración en continua fidelidad a la Palabra que el Señor le dirigía constantemente en su vida. El Dios de Abrahán no es un Dios lejano, que se manifiesta en fenómenos cósmicos y causa temor; sino que es un Dios cercano, familiar, providente, que sale al encuentro del hombre y lo visita ―como esos tres misteriosos huéspedes que Abrahán acogió en su tienda―. Dios se hace compañero de camino y guía en todo momento. Por eso, el modo de rezar de Abrahán era también con acciones, erigiendo altares que recordaban el continuo paso del Señor en su vida, signo de la cercanía y de la familiaridad que tenía con Dios.


Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española que siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social. Pidamos al Señor que nos conceda aprender a orar con la misma fe de Abrahán, que seamos dóciles y disponibles a acoger su voluntad y a ponerla en práctica, como hijos e hijas que confían en su providencia paterna. Que Dios los bendiga.

miércoles, 27 de mayo de 2020

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Hoy, el Papa Francisco, nos habla de la oración y de su poder. La oración es el vehículo que pone al hombre en relación y contacto con Dios. Con ese Dios creador que le ama con una locura misteriosa a la que el hombre, su criatura, no alcanza entender. 

Sin embargo, a través de esa posibilidad de hablar con Él, el hombre puede transformar su corazón y dejarse amar por ese Amor Infinito de Dios que le hace bueno y le llena de gozo y felicidad dejando ver su Misericordia y Bondad.  



PAPA FRANCISCO
AUDIENCIA GENERAL
Biblioteca del Palacio Apostólico
Miércoles, 27 de mayo de 2020


Catequesis: 4. La oración de los justos

Queridos hermanos y hermanas:

Dedicamos la catequesis de hoy a la oración de los justos. En los primeros capítulos del libro de Génesis, observamos cómo el plan de Dios para la humanidad era bueno; no obstante, la presencia del mal se expandía sin remedio. Adán y Eva dudaron de las buenas intenciones de Dios y se dejaron engañar por el maligno. Ese mal pasó a la segunda generación: Caín sintió envidia de su hermano Abel y lo mató; y así, el mal se fue extendiendo como un incendio que arrasa todo. De ahí, los relatos del diluvio universal y de la torre de Babel en los que se revela una humanidad corrompida y la necesidad de una nueva creación.

Sin embargo, en esas mismas páginas de la Biblia, se escribe otra historia, que es menos notoria, pero que representa la redención de la esperanza a través de las personas que se opusieron al mal y rezaban a Dios, siendo capaces de escribir el destino de la humanidad de modo diferente. ¡La oración tiene el poder de escribir el destino de la humanidad de modo diferente! Vemos, por ejemplo, a Abel que ofreció a Dios un sacrificio de primicias; también, a Noé, un hombre justo que “caminó con Dios” y ante quien Dios cambió su intención de arrasar todo el género humano.

De estos relatos, se constata cómo la oración es vivida por una multitud de justos y el poder de Dios pasa por estos hombres y mujeres que, a menudo, son incomprendidos o marginados por sus contemporáneos. Pero, gracias a la oración de ellos, Dios muestra su misericordia y muestra su bondad al mundo. Su oración trasforma el desierto del odio en un oasis de vida y paz.


Saludos:
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española que siguen esta catequesis a través de los medios de comunicación social. Los animo a leer las primeras páginas del libro del Génesis para redescubrir la fuerza que tiene la oración de los “amigos de Dios”, y para hacer nosotros lo mismo. Invoquemos su Nombre con confianza y elevemos nuestra oración conjunta para que el Señor sane a este mundo de todas sus dolencias, y a nosotros nos haga experimentar la alegría de la salvación.

Que Dios los bendiga.