(Lc 1,1-4;4,14-21) |
Jesús volvió a Galilea por la fuerza del Espíritu, y su fama se extendió por toda la región. Jesús se deja guiar para cumplir la Voluntad del Padre, por quien ha sido enviado. No hace su voluntad, sino la Voluntad del Padre, y guiado por su Espíritu acomete su Misión: La proclamación de la Buena Noticia, el Mensaje de salvación.
Deja las cosas claras, muy claras: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».
Ocurre que, a pesar de la claridad y nitidez del Mensaje, y del enviado para proclamarlo, el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesús, siempre hay quienes se obstinan en no ser dócil a la Verdad, e imponer su verdad. En la vida ordinaria de nuestro mundo observamos como, en pleno siglo XXI, hay dictadores que imponen su voluntad, sometida a sus egoísmos, a pueblos y naciones. Experimentamos como la ambición ciega la razón de las personas y las conduce a cometer verdaderos disparates con la vida de los demás.
Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles: «Esta Escritura, que acabáis de oír, se ha cumplido hoy». Más claro agua. Jesús afirma su Divinidad y su Misión. Es el Hijo de Dios, enviado para proclamar la Palabra de Salvación para todos los hombres.
La pregunta está en el tejado: ¿Realmente este es el Hijo de Dios? Su Vida, su Palabra, pero sobre todo sus Obras no dejan lugar a duda. Se percibe que está en Él el Espíritu Santo, manifestado precisamente en aquel momento de su Bautismo en el Jordán. Ahora, ¿me dejo yo también conducir por el Espíritu Santo?