La contemporaneidad de Cristo con cada generación, con cada
hombre, sólo es posible si se actualiza, si se revive, el misterio de la
Redención a través del gran milagro de la Eucaristía, desde las manos y los
labios de un sacerdote.
Allí donde hay un sacerdote, allí donde un cristiano acoge
desde la fe y el amor la invitación de Cristo a seguirlo en la Iglesia como
ministro, como servidor, como “presbítero”, allí habrá Eucaristía. Gracias a
ese sacerdote muchos hombres y mujeres podrán tocar, palpar, sentirse cercanos
a Jesús de Nazaret.
Desde esta perspectiva comprendemos la importancia que, para
la Iglesia y para todo el género humano, reviste la figura del sacerdote.
Hombre tomado entre los hombres, cristiano entre los
cristianos, ministro y servidor para sus hermanos, el sacerdote hace presente
la acción de Dios, desde el gran milagro de la Encarnación del Hijo, en un
mundo que necesita, ayer, hoy, y mientras duren los tiempos, una ayuda para
vencer el misterio del pecado, para entrar en la dimensión de la gracia.
Ello es posible por la especial unión que se da entre el
sacerdote y el mismo Jesús. La fórmula sacerdos, alter Christus (el sacerdote,
otro Cristo) recoge una enseñanza constante de la Iglesia y expresa una verdad
profunda, experiencial. Esta unión es mucho más visible a través de los
sacramentos, en los que el sacerdote actúa in persona Christi. Juan Pablo II
explicaba el sentido profundo de esta fórmula:
“El sacerdote ofrece el Santo Sacrificio «in persona
Christi», lo cual quiere decir más que «en nombre», o también «en vez» de
Cristo. «In persona»: es decir, en la identificación específica, sacramental,
con el «sumo y eterno Sacerdote», que es el autor y el sujeto principal de su
propio sacrificio, en el que, en verdad, no puede ser sustituido por nadie”
(Carta apostólica Dominicae Cenae, 24 de febrero de 1980, n. 8; cf. carta
encíclica Ecclesia de Eucharistia, 17 de abril de 2003, nn. 29, 52).
Desde la fe, la Iglesia, que nace y vive de la Eucaristía,
que se constituye desde los sacramentos y desde la escucha y predicación de la
Sagrada Escritura, aprecia cada vocación a la vida sacerdotal como un don
particular del Dueño de la viña, como una esperanza y una certeza: continúa la
acción divina en el mundo, continúa el “toque” particular de Jesús en cada
corazón y en la Iglesia toda.
Por eso cada obispo, cada presbítero, cada bautizado, debe
sentir como algo propio la urgencia de promover y de rogar insistentemente por
la llegada de nuevos y santos sacerdotes. Lo recuerda la encíclica de Juan
Pablo II "Ecclesia de Eucharistia" en el n. 31:
“Del carácter central de la Eucaristía en la vida y en el
ministerio de los sacerdotes se deriva también su puesto central en la pastoral
de las vocaciones sacerdotales. Ante todo, porque la plegaria por las
vocaciones encuentra en ella la máxima unión con la oración de Cristo sumo y
eterno Sacerdote; pero también porque la diligencia y esmero de los sacerdotes
en el ministerio eucarístico, unido a la promoción de la participación
consciente, activa y fructuosa de los fieles en la Eucaristía, es un ejemplo
eficaz y un incentivo a la respuesta generosa de los jóvenes a la llamada de
Dios. Él se sirve a menudo del ejemplo de la caridad pastoral ferviente de un
sacerdote para sembrar y desarrollar en el corazón del joven el germen de la
llamada al sacerdocio”.
La misión que espera a cada sacerdote coincide con la de
Cristo, y exige un acompañamiento formativo esmerado y profundo. Habrá buenos y
santos sacerdotes si los llamados a este servicio viven, con sencillez y con
amor, el Evangelio completo, auténtico, en su plenitud: caridad, vigilancia,
oración, esperanza y entrega sin límites. Junto a la formación espiritual, el
joven llamado al sacerdocio, hombre tomado entre los hombres, necesita una
formación humana e intelectual muy rica, enraizada en la experiencia milenaria
de la Iglesia.
El centro de toda la formación y de toda la experiencia
pastoral de los sacerdotes será siempre la Eucaristía. Del sacrificio
eucarístico arranca la vida espiritual, una vida espiritual que lleva a ahondar
y a profundizar aún más en el misterio del Amor de Dios. Junto al altar, junto
al tabernáculo, el sacerdote configura toda su psicología, todo su actuar, con
el modo de ser, de pensar, de hablar, de Cristo, Maestro y Pastor, hasta el
punto de poder dar, como Jesús, la vida por sus hermanos.
El Papa Benedicto XVI recordaba la importancia de la oración
en la vida del sacerdote que quiere configurarse en todo con Cristo.
“El sacerdote que ora mucho, y que ora bien, se va
desprendiendo progresivamente de sí mismo y se une cada vez más a Jesús, buen
Pastor y Servidor de los hermanos. Al igual que él, también el sacerdote «da su
vida» por las ovejas que le han sido encomendadas. Nadie se la quita: él mismo
la da, en unión con Cristo Señor, que tiene el poder de dar su vida y el poder
de recuperarla no sólo para sí, sino también para sus amigos, unidos a él por
el sacramento del Orden. Así, la misma vida de Cristo, Cordero y Pastor, se
comunica a toda la grey mediante los ministros consagrados” (Benedicto XVI, 3
de mayo de 2009).
Esa es la experiencia de cada sacerdote que lo ha dado todo.
Esa es la experiencia que celebran las comunidades cristianas cuando ven
madurar, ven crecer en la entrega, a los sacerdotes. Esa es la experiencia que
hace que muchos hombres y mujeres aviven la esperanza ante un hombre
aparentemente normal, marcado por sus propias debilidades y carencias, pero que
trae al mundo un rayo de luz porque es, simplemente, sacerdote.
Necesitamos reconocer que Dios ha estado grande con su
Iglesia. Necesitamos darle gracias por la fidelidad de cada sacerdote y por la
energía con la que no deja de invitar, en el amor y en el respeto, a muchos
jóvenes para que digan un sí generoso a Cristo y a la Iglesia, en una humanidad
que vive con tantas sombras, pero que necesita aferrarse a la esperanza que
nace de una certeza: “yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del
mundo” (Mt 28,20).
Autor: P. Fernando Pascual L.C. | Fuente: Catholic net
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Y todo eso se puede unir por el amor. Amar es permanecer unidos en Aquel que nos une: Jesús de Nazaret.