(Lc 14,25-33)
En nuestro seguimiento a Jesús no puede haber otro antes que Él. Sería imposible seguirle si Él no fuese el primero. Porque, seguirlo pudieras, pero no como Él quiere ser seguido. Si te fijas y nos fijamos todos, Jesús no nos da parte de su Vida, sino que la entrega toda. Se da el mismo entero, haciéndose pan y partiéndose para que todos podamos comerlo y alimentarlo. ¿Cómo se va a conformar con recibir un poco de ti y no todo tu ser?
¿Y cómo puedes seguirle si no lo haces desde toda tu persona, todas tus fuerzas y todo tú mismo? Es de sentido común que seguir a Jesús es ponerlo en el centro de tu vida y posponer todo lo demás. Así nos lo dice en el Evangelio de hoy domingo: «Si alguno se viene conmigo y no pospone a su padre y a su madre, y a su mujer y a sus hijos, y a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no lleve su cruz detrás de mí no puede ser discípulo mío.»
Está claro. Eso no significa que tengamos que abandonar a nuestras familias: padres, madres, hermanos, esposa, hijos...etc. Se trata que delante de ellos está el amos a Jesús, su elección y seguimiento. Y si hay algún obstáculo, entre ellos los nombrados, que nos ponga dificultad para seguirle, debemos dejarlo para seguir a Jesús. Y así ha sucedido en algunos casos particulares de santos que se han tenido que enfrentar a sus familias para optar el camino de seguimiento a Jesús.
Viajar siguiendo a Jesús, no es simplemente acompañarle, sino participar y vivir en el camino con Él sus mismas emociones y compasiones de amor con los demás. Seguir a Jesús es comprometerse con amarle amando a los que tienes a tu lado y cerca de ti, y también a los que la vida te va presentando en tu propio camino. Seguir a Jesús es sentirte samaritano como el samaritano, valga la redundancia, de la parábola que Jesús nos dijo.
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Y todo eso se puede unir por el amor. Amar es permanecer unidos en Aquel que nos une: Jesús de Nazaret.