(Lc 3,15-16.21-22) |
No ocupa un lugar privilegiado. Se pone en cola y cumple como uno más. El Padre lo proclama como su Hijo predilecto, y el Espíritu Santo se hace presente en Él. Ha llegado el momento de su Misión y, Jesús, no la esquiva, sino que la acepta voluntariamente entregándose a la Voluntad del Padre.
Queda investido como Mesías. El Mesías esperado que había de venir según las señales mesiánicas que describía Isaías. Empieza el tiempo de salvación. El Plan de Dios tiene su plenitud, porque en Jesús se cumple todo lo que estaba previsto para nuestra salvación. Con Él llega el Reino de Dios, y en Él se cumple todo lo profetizado.
Jesús inicia su Camino de la misma manera que ha venido. Sin ruidos, sin ostentaciones, sin honores. De forma sencilla y humilde. Es el Mesías, que ha venido para salvarnos, pero no hace ostentación ni ruidos. Ni tampoco utiliza la violencia, aspereza o gritos. Todo lo hace desde la serenidad, silencio o suavidad. Su arma es el amor, porque Él es amor y misericordia.
Nuestro compromiso de Bautismo nos descubre esa exigencia que heredamos como discípulos de Jesús. Porque al bautizarnos nos hacemos sus discípulos, y eso significa que nos comprometemos a dar testimonio de la Buena Noticia de Salvación. Quedamos, por el Bautismo, configurados como sacerdotes, profetas y reyes, y asistidos por la Gracia del Espíritu Santo para transmitir el Mensaje de Salvación.
Dios, nuestro Padre, nos hace herederos de su gloria. Es decir, eternos en plenitud de gozo y felicidad. Esa es la esperanza que tenemos y que vive en nuestros corazones. Y eso empieza con la aceptación del regalo del Bautismo.
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Y todo eso se puede unir por el amor. Amar es permanecer unidos en Aquel que nos une: Jesús de Nazaret.