Juan el Bautista es llevado por la Palabra de Dios al desierto. Él va a ser el instrumento del que Dios se sirva para proclamar un Bautismo de conversión para el perdón de los pecados. Y esto no sucede de forma imprecisa o en aquellos tiempos, sino que se produce en una fecha concreta de la historia de la humanidad: "Año quince del Imperio de Tiberio Cesar".
Era en ese momento Poncio Piltato procurador de Judea, y Herodes tetrarca de Galilea. Son fechas precisas que fijan el momento de la proclamación de la Palabra de Dios, y la aparición en la vida publica de Jesús. Juan, el precursor, prepara el terreno invitando a la conversión con un Bautismo de agua.
Un signo que prepara un corazón contrito: «Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios».
Es lo que hoy llamamos el adviento, la preparación para la venida del Señor. La Palabra del Señor nos llama a prepararnos, a llenar los barrancos de mi vida con su Gracia; a rebajar la soberbia y mi orgullo suficiente y revestirlo de humildad y sencillez; purificar lo tortuoso de mi vida, descubriéndola sin dobleces y en verdad, y allanándola en sintonía con la Palabra de Dios.
La salvación se hace presente en nuestras vidas, pero para que florezca en nuestros corazones necesita nuestra colaboración. La Gracia del Señor está asegurada por su Misericordia y Amor, pero espera nuestra respuesta, tal es, la de abrirnos a su Gracia y dejar que cultive nuestro corazón dando verdaderos frutos de amor.
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Y todo eso se puede unir por el amor. Amar es permanecer unidos en Aquel que nos une: Jesús de Nazaret.