miércoles, 29 de mayo de 2024

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Nuestro mundo, sumiso al pecado, va camino de su propia destrucción. Solo orientándolo hacia el encuentro con el Señor, encontramos sentido y orientación a nuestra vida. Y es ese nuestro Camino, nuestra Verdad y nuestra Vida, caminar como pueblo - Iglesia - al encuentro con Jesús, el Hijo de Dios Vivo, que nos lleva al encuentro del Padre. Leamos y meditemos la audiencia del Papa Francisco.




PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 29 de mayo de 2024


[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]

Catequesis. El Espíritu y la Esposa. El Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza

Queridos hermanos y hermanas:

Comenzamos hoy un nuevo ciclo de catequesis. El tema es: El Espíritu y la Esposa, donde meditaremos que El Espíritu Santo guía al Pueblo de Dios al encuentro con Jesús, nuestra esperanza. El Espíritu y la Esposa, la Esposa es la Iglesia. Para ello recorreremos las grandes etapas de la historia de la salvación: el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, el tiempo de la Iglesia.

En el relato de la creación del libro del Génesis, el Espíritu de Dios se manifiesta como un poder misterioso que hace pasar al mundo del caos al cosmos, es decir, de la confusión a la armonía, transformando la tierra informe, vacía, tenebrosa en un lugar hermoso, limpio, ordenado. Este mismo Espíritu sigue actuando hoy en nosotros, dispuesto a ordenar el caos que puede haber en nuestra vida y en nuestro entorno.

San Francisco de Asís nos muestra un camino para vivir en esa armonía que procede del Espíritu Santo, se trata del camino de la contemplación y la alabanza del Creador. Y no olvidemos que el Espíritu Santo es la armonía, hace la armonía en la Iglesia y en nuestro corazón.

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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Cercanos a la solemnidad del Corpus Christi, pidamos al Señor que su Espíritu de amor haga de nosotros una ofrenda permanente, para gloria de Dios y bien de su Pueblo santo. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa, sagrario purísimo de su presencia, los cuide. Muchas gracias.

miércoles, 22 de mayo de 2024

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

Somos humildes cuando somos capaces de vivir en la verdad. Porque, al buscar la verdad experimentas la necesidad de ser humilde y justo. Nos dice el Papa que, según santa Teresa, humildad es andar en la verdad. Y es que una persona humilde transparenta verdad y justicia.  

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 22 de mayo de 2024

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]

Catequesis. Vicios y virtudes. 19. La humildad

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Concluimos este ciclo de catequesis deteniéndonos en una virtud que no forma parte de la lista de las siete virtudes cardinales y teologales, pero que está en la base de la vida cristiana: esta virtud es la humildad. Ella es la gran antagonista del más mortal de los vicios, es decir, la soberbia. Mientras el orgullo y la soberbia hinchan el corazón humano, haciéndonos aparentar más de lo que somos, la humildad devuelve todo a su justa dimensión: somos criaturas maravillosas pero limitadas, con virtudes y defectos. La Biblia nos recuerda desde el principio que somos polvo y al polvo volveremos (cfr. Gn 3,19); «humilde», de hecho, viene de humus, tierra. Sin embargo, a menudo surgen en el corazón humano delirios de omnipotencia, tan peligrosos que nos hacen mucho daño.

Para liberarnos de la soberbia, bastaría muy poco; bastaría contemplar un cielo estrellado para redescubrir la justa medida, como dice el Salmo: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano, para que de él te cuides?» (8, 4-5). La ciencia moderna nos permite ampliar mucho más el horizonte y sentir aún más el misterio que nos rodea y nos habita.

¡Bienaventuradas las personas que guardan en su corazón esta percepción de su propia pequeñez! Estas personas están a salvo de un vicio feo: la arrogancia. En sus Bienaventuranzas, Jesús parte precisamente de ellos: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5,3). Es la primera Bienaventuranza porque es la base de las que siguen: de hecho, la mansedumbre, la misericordia, la pureza de corazón surgen de ese sentimiento interior de pequeñez. La humildad es la puerta de entrada de todas las virtudes.

En las primeras páginas de los Evangelios, la humildad y la pobreza de espíritu parecen ser la fuente de todo. El anuncio del ángel no tiene lugar a las puertas de Jerusalén, sino en una remota aldea de Galilea, tan insignificante que la gente decía: «¿De Nazaret puede salir algo bueno?» (Jn 1,46). Sin embargo, desde allí renace el mundo. La heroína elegida no es una pequeña reina criada entre algodones, sino una muchacha desconocida: María. Ella misma es la primera en asombrarse cuando el ángel le trae el anuncio de Dios. Y en su cántico de alabanza, destaca precisamente este asombro: «Mi alma canta la grandeza del Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador, porque Él miró con bondad la pequeñez de su servidora» (Lc 1, 46-48). Dios -por así decirlo- se siente atraído por la pequeñez de María, que es sobre todo una pequeñez interior. Y también lo atrae nuestra pequeñez, cuando la aceptamos.

A partir entonces, María tendrá cuidado de no pisar el escenario. Su primera decisión tras el anuncio angélico es ir a ayudar, ir a servir a su prima. María se dirige hacia las montañas de Judá, para visitar a Isabel: la asistirá en los últimos meses de su embarazo. Pero, ¿quién ve este gesto? Nadie salvo Dios. Parece que la Virgen no quiere salir nunca de este escondimiento. Como cuando, desde la multitud, una voz de mujer proclama su bienaventuranza: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!». (Lc 11,27). Pero Jesús replica inmediatamente: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (Lc 11,28). Ni siquiera la verdad más sagrada de su vida -el ser la Madre de Dios- se convierte en motivo de jactancia ante los demás. En un mundo que es una carrera para aparentar, para demostrarse superior a los demás, María camina con decisión, solamente con la fuerza de la gracia de Dios, en dirección contraria.

Podemos imaginar que ella también conoció momentos difíciles, días en los que su fe avanzaba en la oscuridad. Pero esto nunca hizo vacilar su humildad, que en María fue una virtud granítica. Esto quiero subrayarlo: la humildad es una virtud granítica. Pensemos en María: ella siempre es pequeña, siempre desprendida de sí misma, siempre libre de ambiciones. Esta pequeñez suya es su fuerza invencible: es ella quien permanece a los pies de la cruz mientras se hace añicos la ilusión de un Mesías triunfante. Será María, en los días que preceden Pentecostés, quien reúna el rebaño de los discípulos, que no habían sido capaces de velar ni siquiera una hora con Jesús y le habían abandonado cuando llegó la tormenta.

Hermanos y hermanas, la humildad es todo. Es lo que nos salva del Maligno y del peligro de convertirnos en sus cómplices. Y la humildad es la fuente de la paz en el mundo y en la Iglesia. Donde no hay humildad hay guerra, hay discordia, hay división. Dios nos ha dado ejemplo de humildad en Jesús y María, para que sea nuestra salvación y felicidad. Y la humildad es precisamente la vía, el camino hacia la salvación. ¡Gracias!

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Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos a María que nos enseñe a vivir la virtud de la humildad, proclamando la grandeza del Señor y dándole gracias porque mira nuestra pequeñez con amor y misericordia. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído en español

Queridos hermanos y hermanas:

Concluimos hoy el ciclo de catequesis dedicado a “los vicios y las virtudes”. Y hoy reflexionamos sobre la humildad, una virtud que está en la base de la vida cristiana y es la gran antagonista del peor de los vicios, que es la soberbia. La humildad nos ayuda a ubicar todo en su justa medida: somos criaturas maravillosas pero limitadas, con cualidades y defectos. «Humildad es andar en la verdad», decía santa Teresa.

En las Bienaventuranzas, Jesús menciona algunas actitudes que nacen de la humildad, como la mansedumbre, la misericordia y la pureza de corazón. Esta disposición interior nos ayuda a combatir el orgullo y los delirios de grandeza que tantas veces surgen dentro de nosotros.

Para ahondar en esta virtud contemplemos a la Virgen María, modelo de humildad y pequeñez. En la vida oculta, libre de ambiciones y vacía de sí, María hizo de toda su vida un magníficat.

viernes, 17 de mayo de 2024

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO

La caridad es lo primero y lo que se antepone a todo. Primero, caridad, luego cumplimiento. Porque, si amamos cumplimos. Es el mandato principal y en el que está contenido toda la sustancia y la esencia de las bienaventuranzas. Si amas como te ama el Padre y el Hijo, caminas injertado en su Espíritu y, en consecuencia, estarás haciendo la Voluntad del Padre de la misma manera que la hizo el Hijo.

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 15 de mayo de 2024

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]
 

Catequesis. Vicios y virtudes. 19. La caridad

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy vamos a hablar de la tercera virtud teologal, la caridad. Las otras dos, recordamos, eran la fe y la esperanza: hoy hablaremos de la tercera, la caridad. Es el culmen de todo el itinerario que hemos recorrido con las catequesis sobre las virtudes. Pensar en la caridad ensancha inmediatamente el corazón, la mente corre hacia las inspiradas palabras de San Pablo en la Primera Carta a los Corintios. Como conclusión de ese maravilloso himno, San Pablo cita la tríada de las virtudes teologales y exclama: “En una palabra, quedan estas tres: la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor” (1 Co 13,13). Pablo dirige estas palabras a una comunidad que distaba mucho de ser perfecta en el amor fraterno: los cristianos de Corinto eran más bien pendencieros, había divisiones internas, había quienes pretendían tener siempre la razón y no escuchaban a los demás, considerándolos inferiores. A ellos Pablo les recuerda que la ciencia engríe, mientras que la caridad edifica (cf. 1 Co 8,1). A continuación, el Apóstol recoge un escándalo que afecta incluso al momento de mayor unidad de una comunidad cristiana, a saber, la "Cena del Señor", la celebración de la Eucaristía: incluso allí hay divisiones, y hay quien aprovecha para comer y beber excluyendo a los que no tienen nada (cf. 1 Co 11,18-22). Frente a esto, Pablo pronuncia un juicio severo: "Así pues, cuando se reúnen, lo suyo ya no es comer la cena del Señor" (v. 20): ustedes tienen otro ritual, que es pagano. No es la cena del Señor.   

Quién sabe, tal vez nadie en la comunidad de Corinto pensara que había pecado y aquellas duras palabras del Apóstol sonaban un poco incomprensibles para ellos. Probablemente todos estaban convencidos de que eran buenas personas y, al ser interrogados sobre el amor, habrían respondido que el amor era, sin duda, un valor muy importante para ellos, al igual que la amistad y la familia. Incluso hoy en día, el amor está en boca de muchos, está en la boca de muchos; en la boca de muchos "influencers" y en los estribillos de muchas canciones. Se habla tanto del amor, pero ¿qué cosa es el amor?

"¿Pero el otro amor?", parece preguntar Pablo a sus cristianos de Corinto. No el amor que sube, sino el que baja; no el que quita, sino el que da; no el que aparece, sino el que está oculto. A Pablo le preocupa que en Corinto -como también entre nosotros hoy- haya confusión y que, de la virtud teologal del amor, la que viene solo de Dios, en realidad no haya ni rastro. Y si incluso de palabra todos aseguran que son buenas personas, que aman a su familia y a sus amigos, en realidad saben muy poco del amor de Dios. 

Los cristianos de la antigüedad tenían varias palabras griegas para definir el amor. Finalmente, surgió la palabra "ágape", que normalmente traducimos por "caridad". Porque, en realidad, los cristianos son capaces de todos los amores del mundo: también ellos se enamoran, más o menos como le ocurre a todo el mundo. También experimentan la bondad de la amistad. Asimismo, experimentan el amor a la patria y el amor universal a toda la humanidad. Pero hay un amor más grande, un amor que viene de Dios y se dirige a Dios, que nos empuja a amar a Dios, a convertirnos en sus amigos, y nos impulsa a amar al prójimo como Dios lo ama, con el deseo de compartir la amistad con Dios. Este amor, por causa de Cristo, nos lleva a donde humanamente no iríamos: es amor por los pobres, por lo que no es amable, por los que no nos quieren y no son agradecidos. Es amor por lo que nadie amaría; incluso por el enemigo. Incluso por el enemigo. Esto es "teologal", esto viene de Dios, es obra del Espíritu Santo en nosotros. 

Jesús predica, en el Sermón de la Montaña: “Si aman a los que los aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen bien solo a los que les hacen bien, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo” (Lc 6,32-33). Y concluye: "Por el contrario, amen a sus enemigos - nosotros estamos acostumbrados a hablar mal de los enemigos- hagan el bien y presten sin esperar nada, con generosidad, y será grande su recompensa y serán hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos” (v. 35). Recordemos esto: “amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada”. No lo olvidemos.

En estas palabras, el amor se revela como una virtud teologal y toma el nombre de "caridad". El amor es caridad. Enseguida nos damos cuenta de que es un amor difícil, incluso imposible de practicar si no se vive en Dios. Nuestra naturaleza humana nos hace amar espontáneamente lo que es bueno y bello. En nombre de un ideal o de un gran afecto podemos incluso ser generosos y realizar actos heroicos. Pero el amor de Dios va más allá de estos criterios. El amor cristiano abraza lo que no es amable, ofrece el perdón- cuan difícil es perdonar: cuanto amor hace falta para perdonar: El amor cristiano bendice a los que maldicen, y estamos acostumbrados ante un insulto, una maldición, a responder con otro insulto, con otra maldición. Es un amor tan audaz que parece casi imposible, y sin embargo es lo único que quedará de nosotros. El amor es la “puerta estrecha” por la que debemos pasar para entrar en el Reino de Dios. Porque al atardecer de la vida no seremos juzgados por el amor genérico, sino juzgados precisamente por la caridad, por el amor que hemos dado concretamente. Y Jesús nos dice esto tan bello: "En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron" (Mt 25,40). Esta es la cosa bella, la cosa grande del amor. ¡Adelante y ánimo!

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Señor que aumente nuestra caridad y nos conceda un corazón abierto, un corazón generoso para no ser indiferentes ante las necesidades de los demás. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:

Nuestra reflexión de hoy es sobre la caridad, tercera virtud teologal; es decir: la fe, la esperanza y la caridad son virtudes teologales. Y con esto completamos nuestras catequesis sobre las virtudes. La caridad proviene de Dios, nos encamina hacia Él; la caridad nos permite amarlo, llegar a ser sus amigos, a la vez que nos capacita para amar al prójimo como Dios lo ama.

La caridad de Cristo, como nos lo recuerda en las bienaventuranzas, nos apremia a ocuparnos de los hermanos más pequeños, más relegados. Se trata de un amor concreto, de un amor intrépido, que abraza incluso lo que no es amable; un amor que perdona, olvida, bendice y se entrega sin medida.

Esta virtud es la “puerta estrecha” que nos permitirá llegar al cielo; será el único criterio de juicio, pues “al atardecer de nuestra vida seremos examinados en el amor”. Como lo sabemos, al final sólo permanecerá la caridad.

miércoles, 8 de mayo de 2024

AUDIENCIA DEL PAPA FRANCISCO (01/05 y 08/05)

Por la fe creemos en la Palabra del Señor y estamos dispuestos a cambiar de rumbo en el camino de nuestra vida. Por la fe, que no sabemos cómo la hemos recibido - es un don de Dios - caminamos confiados en la Palabra de Jesús. Por la fe de muchos, tal y como nos dice el Papa Francisco y nos pone de ejemplo: Abraham, Moisés, nuestra Madre la Virgen, nos fortalecemos también nosotros y nos animamos, confiados en Jesús, a seguir fieles a su Palabra.

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Aula Pablo VI
Miércoles, 1 de mayo de 2024

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Catequesis. Vicios y virtudes. 17. La fe

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hoy quisiera hablarles de la virtud de la fe. Como la caridad y la esperanza, esta virtud se llama "teologal". Las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad. ¿Por qué son teologales? porque sólo podemos vivirlas gracias al don de Dios. Las tres virtudes teologales son los grandes dones que Dios hace a nuestra capacidad moral. Sin ellas, podríamos ser prudentes, justos, fuertes y templados, pero no tendríamos ojos que ven incluso en la oscuridad, no tendríamos un corazón que ama incluso cuando no es amado, no tendríamos una esperanza que osa contra toda esperanza.

¿Qué es la fe? El Catecismo de la Iglesia Católica, nos explica que la fe es el acto por el cual el ser humano se entrega libremente a Dios (n. 1814). En esta fe, Abraham fue nuestro gran padre. Cuando aceptó dejar la tierra de sus antepasados para dirigirse a la tierra que Dios le mostraría, probablemente se le juzgó loco: ¿por qué dejar lo conocido por lo desconocido, lo seguro por lo incierto? Pero, ¿por qué hacerlo? ¿Está loco? Pero Abraham se pone en camino, como si viera lo invisible. Esto es lo que la Biblia dice de Abraham: "Se puso en camino como si viera lo invisible". Esto es hermoso. Y seguirá siendo lo invisible lo que le hace subir al monte con su hijo Isaac, el único hijo de la promesa, que sólo en el último momento se librará del sacrificio. Con esta fe, Abraham se convierte en el padre de una larga estirpe de hijos. La fe le hizo fecundo.

Hombre de fe fue también Moisés, que, aceptando la voz de Dios incluso cuando más de una duda podía asaltarlo, permaneció firme confiando en el Señor, e incluso defendió al pueblo que tantas veces carecía de fe.

Mujer de fe será la Virgen María, quien, al recibir el anuncio del Ángel, que muchos habrían desechado por demasiado exigente y arriesgado, responde: "He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38). Y con el corazón lleno de fe, con el corazón lleno de confianza en Dios, María emprende un camino del que no conoce ni la ruta ni los peligros.

La fe es la virtud que hace al cristiano. Porque ser cristiano no es ante todo aceptar una cultura, con los valores que la acompañan, sino que ser cristiano es acoger y custodiar un vínculo, un vínculo con Dios: Dios y yo; mi persona y el rostro amable de Jesús. Este vínculo es lo que nos hace cristianos.

A propósito de la fe, me viene a la mente un episodio del Evangelio. Los discípulos de Jesús están cruzando el lago y se ven sorprendidos por una tormenta. Creen que podrán salir adelante con la fuerza de sus brazos, con los recursos de su experiencia, pero la barca comienza a llenarse de agua y les entra el pánico (cfr. Mc 4,35-41). No se dan cuenta de que tienen ante sus ojos la solución: Jesús está allí con ellos, en la barca, en medio de la tormenta, y Jesús duerme, dice el Evangelio. Cuando por fin lo despiertan, asustados e incluso enfadados porque creen que Él les deja morir, Jesús les reprende: "¿Por qué tienen miedo? ¿Todavía no tienen fe?" (Mc 4,40).

He aquí, pues, el gran enemigo de la fe: no es la inteligencia, no es la razón, como por desgracia algunos siguen repitiendo obsesivamente, sino que el gran enemigo de la fe es el miedo. Por eso, la fe es el primer don que hay que acoger en la vida cristiana: un don que es preciso acoger y pedir cada día, para que se renueve en nosotros. Aparentemente es un don pequeño, pero es el esencial. Cuando nuestros padres nos llevaron a la pila bautismal, anunciaron el nombre que habían elegido para nosotros, - esto sucedió en nuestro bautismo -: y luego el sacerdote les preguntó:  "¿Qué le piden a la Iglesia de Dios?". Y nuestros padres respondieron: "¡La fe, el bautismo!".

Para un padre cristiano, consciente de la gracia que se le ha concedido, es ése el don que debe pedir también para su hijo: la fe. Con ella, un padre sabe que, incluso en medio de las pruebas de la vida, su hijo no se ahogará en el miedo. He aquí el enemigo es el miedo. Él sabe también que, cuando deje de tener un padre en esta tierra, seguirá teniendo a Dios Padre en el cielo, que nunca le abandonará. Nuestro amor es frágil, y sólo el amor de Dios vence la muerte.

Por supuesto, como dice el Apóstol, la fe no es de todos (cfr. 2 Ts 3,2), e incluso nosotros, que somos creyentes, a menudo nos damos cuenta de que solo tenemos una pequeña reserva. Jesús podría reprendernos con frecuencia, como a sus discípulos, por ser "hombres de poca fe". Pero es el don más feliz, la única virtud que nos está permitido envidiar. Porque quien tiene fe está habitado por una fuerza que no es sólo humana; en efecto, la fe "suscita" en nosotros la gracia y abre la mente al misterio de Dios. Como dijo una vez Jesús: «Si tuvieran un poco de fe como un granito de mostaza, podrían decir a esa morera:" Arráncate y plántate en el mar", y les obedecería.» (Lc 17, 6). Por eso también nosotros, como los discípulos, repetimos: Señor, ¡aumenta nuestra fe! (cfr. Lc 17,5) ¡Es una hermosa oración! ¿La decimos todos juntos? "Señor, aumenta nuestra fe". La decimos juntos: [todos] "Señor, aumenta nuestra fe". Demasiado débil, un poco más alto: [todos] "¡Señor, aumenta nuestra fe!". Gracias.

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Saludos
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a la Federación Regnum Christi, a los Legionarios de Cristo que han recibido en estos días la ordenación sacerdotal y a sus familiares, así como a los formadores y alumnos de los diferentes Centros de Estudios. Que el Señor, por intercesión de san José obrero, padre en la obediencia, nos aumente el don de la fe y nos permita abrir la mente a su misterio divino. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído en español

Queridos hermanos y hermanas:

La catequesis de hoy hace referencia a la primera de las virtudes teologales, la virtud de la fe. El Catecismo de la Iglesia Católica nos enseña que por la fe creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado. Es también el acto con el que el ser humano se entrega libremente a Dios.

En la Sagrada Escritura encontramos algunos ejemplos de la fe, ejemplos basilares: fijémonos en la figura de nuestro padre Abraham, que estuvo dispuesto a abandonar su tierra y, por su total confianza en Dios, no negó ofrecerle en sacrificio a su único hijo, Isaac. También la fe de Moisés nos anima, ya que, aun en medio de pruebas y dudas, siguió confiando en el Señor, mientras guiaba a su pueblo por el desierto. Y veamos por último la fe de la Virgen María, la cual ante el anuncio del Ángel respondió generosamente con un corazón totalmente disponible, abandonándose plenamente a la voluntad de Dios.


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La fe alimenta la esperanza. Y partimos de nuestra fe porque creemos en la Palabra de Jesús, el Hijo de Dios, que nos habla de un Reino de paz, de amor y justicia para la eternidad. Apoyados y confiados en sus Palabras y promesas, nuestra vida se llena de esperanza y de alegría. Sobre todo cuando esa Palabra tiene verdadero cumplimiento en la Persona de Jesús, el Hijo de Dios Vivo.

PAPA FRANCISCO

AUDIENCIA GENERAL

Plaza de San Pedro
Miércoles, 8 de mayo de 2024

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[El siguiente texto también incorpora partes no leídas que se consideran pronunciadas]

Catequesis. Vicios y virtudes. 18. La esperanza

Queridos hermanos y hermanas,

En la última catequesis empezamos a reflexionar sobre las virtudes teologales. Son tres: la fe, la esperanza y la caridad. La vez pasada reflexionamos sobre la fe, hoy es el turno de la esperanza.

«La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1817). Estas palabras nos confirman que la esperanza es la respuesta que se ofrece a nuestro corazón cuando surge en nosotros la pregunta absoluta: «¿Qué será de mí? ¿Cuál es la meta del viaje? ¿Cuál es el destino del mundo?».

Todos nos damos cuenta de que una respuesta negativa a estas preguntas produce tristeza. Si  el viaje de la vida no tiene sentido, si no hay nada ni al principio ni al final, entonces nos preguntamos por qué tenemos que caminar: de ahí surge la desesperación humana, la sensación de la inutilidad de todo. Y muchos podrían rebelarse: me he esforzado por ser virtuoso, por ser prudente, justo, fuerte, templado. También he sido un hombre o una mujer de fe.... ¿De qué ha servido mi lucha si todo se acaba aquí? Si falta la esperanza, todas las demás virtudes corren el riesgo de desmoronarse y acabar en cenizas. Si no hubiera un mañana fiable, un horizonte luminoso, solamente podríamos concluir que la virtud es un esfuerzo inútil. «Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente.», decía Benedicto XVI, (Carta encíclica Spe salvi, 2).

El cristiano tiene esperanza no por mérito propio. Si cree en el futuro, es porque Cristo murió, resucitó y nos dio su Espíritu. «Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente» (ibid., 1). En este sentido, una vez más, decimos que la esperanza es una virtud teologal: no emana de nosotros, no es una obstinación de la que queremos convencernos, sino que es un don que viene directamente de Dios.

A muchos cristianos dubitativos, que no habían renacido del todo a la esperanza, el apóstol Pablo les presenta la nueva lógica de la experiencia cristiana: «Si Cristo no resucitó, vana es la fe de ustedes y ustedes siguen en sus pecados. Por tanto, también los que durmieron en Cristo perecieron. Si solamente para esta vida tenemos puesta nuestra esperanza en Cristo, ¡somos los más dignos de compasión de todos los hombres!» (1 Cor 15,17-19). Es como si dijera: si crees en la resurrección de Cristo, entonces sabes con certeza que no hay derrota ni muerte para siempre. Pero si no crees en la resurrección de Cristo, entonces todo se vuelve vacío, incluso la predicación de los Apóstoles.

La esperanza es una virtud contra la que pecamos a menudo: en nuestras nostalgias malas, en nuestras melancolías, cuando pensamos que las felicidades pasadas están enterradas para siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos ante nuestros pecados, olvidando que Dios es misericordioso y más grande que nuestros corazones. No lo olvidemos, hermanos y hermanas: Dios perdona todo, Dios perdona siempre. Somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. Pero no olvidemos esta verdad: Dios lo perdona todo, Dios perdona siempre. Pecamos contra la esperanza cuando nos abatimos ante nuestros pecados; pecamos contra la esperanza cuando en nosotros el otoño anula la primavera; cuando el amor de Dios deja de ser para nosotros un fuego eterno y nos falta la valentía de tomar decisiones que nos comprometen para toda la vida.

¡El mundo de hoy tiene tanta necesidad de esta virtud cristiana! El mundo necesita esperanza, como también necesita tanto la paciencia, virtud que camina de la mano de la esperanza. Los seres humanos pacientes son tejedores de bien. Desean obstinadamente la paz, y aunque algunos tienen prisa y quisieran todo y todo ya, la paciencia tiene capacidad de espera. Incluso cuando muchos a su alrededor han sucumbido a la desilusión, quien está animado por la esperanza y es paciente es capaz de atravesar las noches más oscuras. La esperanza y la paciencia van juntas.

La esperanza es la virtud de quien tiene un corazón joven; y aquí, la edad no cuenta. Porque existen también ancianos con los ojos llenos de luz, que viven una tensión permanente hacia el futuro. Pensemos en aquellos dos grandes ancianos del Evangelio, Simeón y Ana: nunca se cansaron de esperar, y vieron el último tramo de su camino bendecido por el encuentro con el Mesías, a quien reconocieron en Jesús, llevado al Templo por sus padres. ¡Qué gracia si fuera así para todos nosotros! Si, después de una larga peregrinación, al dejar las alforjas y el bastón, nuestro corazón se llenara de una alegría que nunca antes habíamos sentido, y nosotros también pudiéramos exclamar:

«Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2,29-32).

Hermanos y hermanas, sigamos adelante y pidamos la gracia de tener esperanza, la esperanza con la paciencia. Mirar siempre hacia ese encuentro definitivo; pensar siempre que el Señor está cerca de nosotros, que nunca, ¡nunca la muerte será victoriosa! Sigamos adelante y pidamos al Señor que nos dé esta gran virtud de la esperanza, acompañada por la paciencia. Gracias.

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Saludos

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Que el Señor acrezca nuestra esperanza y nuestra paciencia, para ser artesanos de paz y de bien en el mundo que tiene mucha necesidad de la virtud. Hoy en mi patria, en Argentina, se celebra la solemnidad de Nuestra Señora de Luján, cuya imagen está aquí presente. Pidamos por Argentina, para que el Señor la ayude en su camino. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

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Resumen leído por el Santo Padre en español 

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy reflexionamos sobre la esperanza, que es la virtud teologal que nos ayuda a comprender que nuestra felicidad es el Reino de los cielos y la vida eterna, confiando en las promesas del Señor Jesús y en el auxilio de las gracias del Espíritu Santo. Se fundamenta en el misterio pascual de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo, no en nuestro esfuerzo ni en nuestra voluntad personal.

Frente a las preguntas trascendentales sobre el destino de nuestra vida y del mundo, la esperanza es la respuesta que Cristo nos da. Con ella, podemos vivir con alegría y serenidad nuestro presente, pues Jesús nos asegura un futuro confiable y un horizonte luminoso. Sin esperanza, en cambio, el hombre vive en la tristeza y cae en la desesperación.

Pecamos contra la esperanza cuando nos quedamos anclados en el pasado, olvidando que Dios nos ama, que es misericordioso y más grande que nuestro corazón, Dios es más grande que nuestro pecado; pecamos cuando no tenemos el valor de tomar decisiones que nos comprometan de por vida.